miércoles, 13 de octubre de 2010

La Difunta Correa

Corrían los primeros años del siglo XIX cuando en La Majadita, localidad de la provincia de San Juan nació la niña María Antonia Deolinda Correa. Tenía algo más de veinte años cuando se casó con el criollo Baudilio Bustos. La pareja fue a vivir a Caucete, de donde provenía el, y poco tiempo después tuvieron un hijo.
No duró mucho la vida tranquila del hogar. Hacia el año 1835, Bustos fue reclutado para fortalecer la nueva tropa del ejercito de Facundo Quiroga.
El hombre se resistía a ir porque estaba enfermo, pero fue llevado a la fuerza, a pesar de sus reclamos y los ruegos de su esposa. Deolinda no pudo soportar el dolor de ver partir en tal estado a su marido, -y decidió seguirlo para calmar en cuanto pudiera su enfermedad.



María Antonia Deolinda Correa anduvo por el camino que va hacia La Rioja y con ella llevó a su pequeño hijo. Caminó a marcha forzada, tras las huellas de la montonera que se llevaba a su marido.
En pleno desierto se le acabó el agua. Extenuada, siguió su camino, subiendo a las lomas para ver si divisaba a alguien que la pudiera ayudar. Al fin cayó en un cerro del Vallecito, derrotada por el cansancio, el calor y la sed.
Junto a uno de sus pechos quedó el niño, mamando de la madre ya muerta.
Así los encontraron unos arrieros que acertaron a pasar poco después. Ellos dieron sepultura a la difunta, en el mismo lugar en que había fallecido. Al niño, tan providencialmente salvado, se lo llevaron con ellos a San Juan, y lo pusieron al cuidado de unas mujeres generosas.

Cuando los arrieros encontraron a la Difunta Correa, la enterraron y pusieron una cruz. También dice la tradición y algunos documentos encontrados que en las últimas décadas de 1800, ya era conocida por la transmisión oral en las noches de fogones arrieros, el coraje y el amor de la Difunta Correa, aquella difunta que por ser fiel mujer habría encontrado la muerte, y que por aquel entonces se le habrían pedido gracias a la “difunta Correa” y ésta las habría concedido. Así hay una misa encargada en su nombre en 1883 y una lápida que dice (con error de ortografía) “Recuerdo de gratitud y justicia a la caritatiba alma Difunta Correa Q.E.P.D. Junio de 1895”. O sea, hacia fines de 1800 ya se conocía a la “Difunta Correa” como alma que concedía favores.

Pero fue en el año 1898 en el que la Difunta Correa produce un gran milagro que por su asombrosa realidad trascendió todos los pueblos de argentina y corrió la fama por toda Latinoamérica. Sobre este milagro si bien es el mas conocido pues desde allí se extendió la fama de la Difunta Correa, su conocimiento era muy difuso porque no se había precisado ni época en que se hizo ni a quienes se les hizo, lo que llevaba la confusión al punto que algunos autores llegaron a escribir erróneamente que fue hecho el milagro a los arrieros que la encontraron. Ello es absolutamente erróneo pues el gran milagro fue hecho aproximadamente 50 años después de la muerte de la Difunta Correa.


Había por aquellos tiempos un arriero conocido en el Oeste Argentino, Don Pedro Flavio Zeballos, también llamado por un autor Flavio Estanislao Zeballos, y conocido también como “Don Claudio”. Su fama se extendía por Córdoba, Santiago del Estero, la Rioja, San Juan, San Luis y Mendoza, y que solía llevar ganado a Chile donde existía un mejor precio para la carne vacuna. Había sido contratado por una señora radicada en Córdoba para llevar quinientas cabezas de ganado a Chile y venderlas. “Don Claudio sale con su gente y con su tropa a cumplir el encargo y se dirige al Oeste. Pasados unos días de marcha y ya atravesando San Juan, decide hacer noche acampando en Vallecito” “Encontrándose acampado con sus arrieros y el ganado, comienza una gran tormenta, los animales se inquietan, hasta que ante el fragor inusitado de la tormenta los animales huyen espantados”. Basta un mínimo de imaginación parta contemplar un escenario de 500 animales espantados. Don Flavio Zaballos que era un gaucho de ley, habrá sufrido toda la angustia de tener que responder y perder toda la confianza, no solo de quien lo había contratado como baqueano y arriero para llevar su ganado a Chile-la viuda de Tello-, sino también la pérdida del prestigio y reputación ante los pobladores de varias provincias del Oeste Argentino ante quienes tenía fama de inquebrantable cumplidor. Ya nada le quedaría. Por aquella época ya habían mentas de los milagros que solía hacer aquella mujer que muriera en Vallecito amamantando a su hijo, la Difunta Correa; y contaba don Contreras Zeballos un nieto del arriero, que su abuelo y la tropa habían acampado a la altura de un barranco en la que había una cruz que indicaba la presencia de una difunta: era la cruz de la Difunta Correa.

El paisano que indudablemente creía que las almas de los difuntos fallecidos en gracia de Dios tienen poder, el poder que deriva de estar en unión con Dios, le pidió fervorosamente delante de los integrantes de su tropa: “Difunta Correa, te pido protejas a los animales y si los puedo recobrar te hago una manda (promesa), que vendré y te construiré una capilla para cubrir tu tumba y tu cruz”. Al día siguiente, pasada la tormenta salieron a buscar los animales. Es de imaginar el espíritu de aquellas gente, una gran tormenta había producido la estampida de los animales, y los mismos podrían encontrarse en cualquier lugar, habrían salido en las cuatro direcciones cardinales, y en la oscuridad y la tormenta, muchos habrían caído en barrancos, estarían quebrados o muertos, otros muchos perdidos en lejanías… pero la Difunta Correa había trabajado como una buena arriera celestial y encontraron a todos los animales juntos en una cuesta que terminaba en una quebrada, no se había perdido ni uno solo. Se había producido el primer gran milagro a pedido de Don Flavio Zeballos un hombre bueno y correcto y arriero de ley.


Era indudablemente un milagro. Un hecho que contradice la propia naturaleza de las cosas, pues ante un hecho extraordinario, al haberse espantado quinientos animales en una tormenta, lo absolutamente lógico y natural era la pérdida de una gran cantidad de ganado. Nadie puede en su sano juicio, imaginar que no habrían animales muertos o extraviados. En el mejor y mas optimistas de los escenarios, se podía esperar que las pérdidas no fueran cuantiosas, pero nadie, nadie pudo imaginar siquiera lo que resultó ser el Primer Gran Milagro, que de las 500 animales no se hubiera perdido ninguno. Indudablemente la Difunta Correa había cumplido, y leal arriera guió la totalidad del ganado hacia la quebrada donde fue encontrado. La quebrada era el final de una larga y empinada cuesta que desde entonces y para siempre se llamó “La cuesta de las vacas”. Y al arriero Zeballos con justeza podemos bautizarlo como “el arriero del milagro” ya vuelto de Chile don Flavio Zeballo cumplió “la Manda” y erigió la primera capilla que cubrieron la tumba Y LA CRUZ DE LA DIFUNTA CORREA.

Este gran milagro fue un reguero de pólvora que se extendió a todos los confines del país y aún de países limítrofes, y desde entonces todo arriero o viajero que pasaba por Vallecito visitaba la cruz de la Difunta Correa. Los transportistas de ese entonces que solían ser los arrieros llevando mercaderías en sus carretas, se transformaron con el tiempo y la era de las máquinas y motor en los transportistas de hoy, los camioneros, por eso que todo camionero que pasa por Vallecito visita La Difunta Correa. Hoy “La Difunta Correa” es motivo de estudio e investigación de Centros de estudios y Universidades de todo el orbe.

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