lunes, 30 de enero de 2023

El Cambio Climático - Cerca del Juicio Final

El glaciar Thwaites, en la Antártida Occidental, es tan remoto que sólo 28 seres humanos lo han pisado. Knut Christianson, un glaciólogo de 33 años de la Universidad de Washington, estuvo dos veces. Hace un par de años, Christianson y un equipo de siete científicos viajaron más de 1.600 kilómetros desde la Base McMurdo, la base de investigaciones más grande de la Antártida, para pasar seis semanas en el Thwaites, atravesando la pradera plana de nieve y hielo, sin accidentes geográficos, en seis motonieves y dos Tucker Sno-Cats. "Te sentís muy solo ahí", dice Christianson. Sus colegas y él armaban campamento en un nuevo lugar cada un par de días y perforaban agujeros de más de 91 metros en el hielo. Después lanzaban tubos de nitroglicerina en los agujeros y disparaban una explosión. Unos sensores rastreaban vibraciones en el hielo y rebotes desde el suelo. Al medir la forma y frecuencia de estas vibraciones, Christianson podía ver los bultos, las crestas y hasta la textura de un continente machucado y enterrado bajo el hielo. Pero Christianson y sus colegas no eran solamente unos nerds del hielo mapeando la topografía oculta del planeta. Lo que cartografiaban era un futuro desastre global. Mientras el mundo se calienta, determinar con exactitud cuán rápidamente se derrite el hielo y crecen los mares puede ser una de las preguntas más importantes de nuestra era. La mitad de la población mundial vive a 80 kilómetros de alguna costa. Hay billones de dólares de propiedades ubicadas en playas y apiñadas en ciudades bajas como Miami y Nueva York. Una subida larga y lenta de las aguas en las próximas décadas puede ser manejable. Pero una más abrupta, no. "Si va a haber una catástrofe climática", dice Ian Howat, glaciólogo de Ohio State, "probablemente va a empezar en Thwaites". El problema con el Thwaites, uno de los glaciares más grandes del planeta, es que también es lo que los científicos llaman "un sistema umbral". Esto significa que, en lugar de derretirse lentamente como un cubo de hielo un día de verano, es más como un castillo de naipes: es estable hasta que se lo fuerza demasiado, y después colapsa. Cuando un trozo de hielo del tamaño de Pensilvania se desmorona, es un gran problema. No va a pasar de la noche a la mañana, pero si no detenemos el calentamiento del planeta, podría pasar en cuestión de décadas. Y su pérdida desestabilizaría el resto del hielo de la Antártida Occidental, que también se perdería. Las aguas se elevarían tres metros en muchas partes del mundo; en Nueva York y Boston, debido a la manera en la que la gravedad mueve el agua alrededor del planeta, las aguas se elevarían aún más, hasta casi cuatro metros. "La Antártida Occidental podría hacerles a todas las costas del mundo lo que el huracán Sandy le hizo en un par de horas a la ciudad de Nueva York", explica Richard Alley, un geólogo de la universidad Estatal de Pensilvania, probablemente el científico especialista en hielo más respetado del mundo. "Excepto que cuando el agua entra, no se va en un par de horas. Se queda."
Con una subida de tres a cuatro metros, la mayor parte del sur de Florida sería un parque acuático, incluyendo Miami, Fort Lauderdale, Tampa y Mar-a-Lago, la Casa Blanca de invierno que usa el presidente Trump en West Palm Beach. En el centro de Boston, lo único que no quedaría debajo del nivel del agua serían esas bonitas casas de Beacon Hill. En la Bay Area, todo lo que hay debajo de la Highway 101 desaparecería, incluyendo el Googleplex; los aeropuertos de Oakland y San Francisco estarían sumergidos, al igual que gran parte del centro debajo de Montgomery Beach y el Marina District. Incluso lugares que no pareciera que fueran a estar en problemas, como Sacramento, plantado en medio de California, estaría parcialmente inundado, puesto que el océano Pacífico haría desbordar el río Sacramento. Galveston, Texas; Norfolk, Virginia; y Nueva Orleans desaparecerían. En Washington, la costa quedaría a un par de metros de la Casa Blanca. Y éste es el panorama para Estados Unidos solamente. El resto del mundo estaría en iguales problemas: grandes porciones de Shanghái, Bangkok, Jakarta, Lagos y Londres estarían sumergidas. El Delta del Nilo, en Egipto, y gran parte del sur de Bangladesh estarían bajo el agua. Las Islas Marshall y las Maldivas serían arrecifes de corales. Christianson, por supuesto, entiende esto como nadie. Es por eso que, junto a otros, pasa tantas semanas en el Thwaites. Para entender cuán rápido puede que el hielo se traspase al agua, necesitan saber, entre otras cosas, las características del suelo debajo de él: ¿es una roca resbaladiza? ¿Son sedimentos suaves? ¿Hay colinas o montañas debajo del hielo, algo a lo que se pueda fijar el glaciar para ralentizar la retirada? De noche, se reunieron en la carpa comedor y comieron unas galletitas que cocinaron en el horno solar y hablaron acerca de estar tan lejos de la civilización, y donde sin embargo la civilización tiene tanto en juego. "Nos gusta pensar que los cambios ocurren lento, especialmente en un paisaje como la Antártida", me dice Christianson. "Pero sabemos que eso es incorrecto." El verano de 2016, el entonces secretario de Estado John Kerry estuvo en Svalbard, un archipiélago junto a la costa de Noruega, visitando glaciares y hablando con científicos acerca de los riesgos del cambio climático. Pero rápidamente se le hizo evidente que estaba en el lugar equivocado. "Todos los científicos de ahí me decían", dice Kerry, "que si quería entender lo que estaba pasando con el clima, tenía que ir a la Antártida". Así que fue. En noviembre de ese año, durante la semana de la elección presidencial, Kerry pasó tres días en la Antártida, el oficial de mayor rango que hubiera visitado el continente en la historia de Estados Unidos. Recorrió en helicóptero las capas de hielo, paró a almorzar sauerbraten y spaetzle en una estación científica llamada Marble Point, y lo informaron acerca del rápido derretimiento en la Antártida Occidental, especialmente en el glaciar Thwaites. "Los científicos están observando que la inestabilidad crece a una velocidad alarmante", me dice Kerry. "Lo que está pasando ahí es impresionante." La Antártida tiene el tamaño de Estados Unidos y México combinados, con una población permanente de cero personas. No es territorio de ninguna nación, y no tiene gobierno en el sentido convencional. Desde que el explorador británico Falcon Scott y el noruego Roald Amundsen cautivaron al mundo con su carrera hacia el Polo Sur en 1911, fue el patio de juegos de científicos y aventureros (y pingüinos). El setenta por ciento del agua fresca de la Tierra está congelada aquí en capas de hielo que pueden tener casi cinco kilómetros de ancho. El continente está dividido por las montañas Transantárticas; la Antártida Oriental es más grande y fría que la Occidental, que es mucho más vulnerable al derretimiento, en parte porque las bases de muchos glaciares de la Antártida Occidental están debajo del nivel del mar, lo que los vuelve más susceptibles a los pequeños cambios de las temperaturas de los océanos. Hasta hace poco, a la mayor parte de los científicos climáticos no les preocupaba demasiado la Antártida. Se trata, después de todo, del lugar más frío de la Tierra y, excepto por una pequeña parte de la península Antártica que se proyecta hacia el norte, no se ha estado calentando demasiado. También se pensaba que estaba aislada de los océanos por una corriente que rodea el continente, y que básicamente la aparta del resto del planeta. El informe más reciente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de Estados Unidos, que es la regla de oro en cuanto a la ciencia sobre el cambio climático, proyectó un aumento global del nivel del mar entre menos de 30 centímetros y casi un metro para 2100, muy poco del cual provendría de Antártida (aunque el IPCC incluyó una advertencia que sugería que esto podía cambiar). Las proyecciones del aumento del nivel del mar del IPCC hace tiempo que son controversiales, en parte porque el derretimiento de las capas de hielo de Groenlandia y la Antártida es difícil de predecir. Hace un par de años, James Hansen, el padrino de la ciencia sobre el calentamiento global, me dijo que creía que los cálculos del IPCC eran demasiado conservadores y que las aguas podían subir hasta tres metros para 2100. Para Hansen, el pasado es un prólogo. Hace tres millones de años, durante el período Plioceno, cuando el nivel de CO2 en la atmósfera era más o menos el mismo que hoy y las temperaturas eran ligeramente más cálidas, las aguas eran al menos seis metros más altas. Eso sugiere que vendrá mucho derretimiento antes de que las capas de hielo alcancen un equilibrio feliz. Las montañas glaciares podrían contribuir un poco, al igual que la expansión termal de los océanos que se recalientan, pero para una subida del nivel del mar de seis metros, Groenlandia y la Antártida tendrían que contribuir grandemente. Para los científicos climáticos, Groenlandia siempre fue una preocupación obvia. Para empezar, el Artico que la rodea se ha venido recalentando más rápido que cualquier otro lugar en el planeta. Además, el derretimiento ahí ha sido evidente para cualquiera que se ocupara de observarlo: cada verano, cuando se calienta la superficie de la capa de hielo, el agua se precipita en forma de enormes ríos azules, algunos de los cuales caen a través de agujeros en los hielos llamados molinos glaciares. Y, en comparación con la Antártida, es fácil llegar a Groenlandia, se puede tomar un avión desde Europa hacia uno de los pueblos pescadores de la costa. Podés visitar el glaciar que se mueve más rápido en el mundo, el Jakobshavn, y volver a tu hotel para tomar un whisky antes de la cena. Pero en los años recientes, las cosas se pusieron raras en la Antártida. El primer acontecimiento alarmante fue el colapso repentino, en 2002, de la barrera de hielo Larsen B, un enorme pedazo de hielo de la península Antártica. Una barrera de hielo es como una uña gigante que crece al final de un glaciar cuando se toca con el agua. Los glaciares detrás del Larsen B, como muchos otros tanto en la Antártida como en Groenlandia, son conocidos como glaciares "de terminación marina", porque grandes porciones de ellos están bajo el nivel del mar. El colapso de las barreras de hielo no contribuye, en sí mismo, al aumento en el nivel del agua, puesto que ya están flotando (al igual que un hielo que se derrite en un vaso no eleva el nivel del líquido). Pero cumplen un papel importante para reforzar, o restringir, a los glaciares. Después de que se desplomara la barrera de hielo Larsen B, los glaciares que estaban detrás empezaron a caer hacia el agua a una velocidad ocho veces más rápida que antes. "Era como: 'Oh, ¿qué está pasando acá?'", dice Ted Scambos, el principal científico del National Snow and Ice Data Center en Boulder, Colorado. "Resulta que los glaciares son mucho más sensibles de lo que nadie había pensado." Por suerte, los glaciares detrás del Larsen B no son demasiado grandes, de modo que el aumento en el nivel del mar no fue una preocupación. Pero Larsen B obligó a los científicos a observar con mayor detenimiento las barreras de hielo y los movimientos de otros glaciares en la Antártida. Las imágenes satelitales mostraron que las barreras de hielo de todo el continente se estaban haciendo más delgadas, especialmente en la Antártida Occidental. Algunas se estaban poniendo demasiado delgadas. No estaba claro por qué, puesto que, a diferencia de Groenlandia, las temperaturas en la Antártida no se estaban calentando demasiado, o incluso nada. La única causa podía ser el océano. Los científicos descubrieron que, debido a los cambios en los vientos y en la circulación del océano, estaba subiendo más agua bajo las barreras de hielo, derritiéndolas desde abajo. "Un cambio de tan sólo un grado puede ser un gran problema para un glaciar", dice Alley, el científico de la Universidad de Pensilvania. De modo que había muchas cosas ocurriendo en la Antártida. Las barreras de hielo se estaban angostando, el agua más cálida estaba empujando a los glaciares desde abajo, y los glaciares se estaban moviendo más rápido. Todo el lugar estaba en medio de un flujo dramático. ¿Cuán rápido podía ir? Nadie sabía. ¿Era posible que la mayor amenaza para las ciudades costeras no fuera Groenlandia, sino la Antártida? Si se derritiera todo Groenlandia, habría un aumento del nivel del mar de 6,7 metros. Si fuera la Antártida, sería de 61. "La Antártida era como un elefante dormido", dice Mark Serreze, director del National Snow and Ice Data Center. "Pero ahora el elefante se está moviendo."
La primera persona que entendió los riesgos que planteaba la Antártida Occidental en un mundo que se calienta rápidamente fue John Mercer, un excéntrico glaciólogo de la Universidad de Ohio. Mercer, quien se crio en un pequeño pueblo de Inglaterra y era conocido por hacer su trabajo de campo desnudo, visitó la Antártida por primera vez a mediados de los 60. En esa época, los científicos apenas estaban empezando a entender el vínculo entre las emisiones de CO2 y el calentamiento climático. Sabían que las capas de hielo ya habían crecido y se habían retraído en el pasado, causando que los niveles del mar se elevaran dramáticamente, pero el descubrimiento de que las eras de hielo se habían desencadenado por cambios menores en la órbita de la Tierra sugería que las capas de hielo eran mucho más sensibles a pequeños cambios en la temperatura que lo que muchos habían pensado. Los núcleos de hielo y los cada vez mejores mapeos también ayudaron a los científicos a entender que las capas de hielo no eran bloques monolíticos, sino que de hecho estaban hechos de ríos de hielo, y que cada uno estaba fluyendo a su manera y a su propia velocidad. A fines de los 60, Mercer pudo haber sido el primer científico en plantear una pregunta que sigue siendo central: ¿cuán estable es la Antártida en un clima que se está calentando por el consumo de combustibles fósiles? A Mercer le interesaba sobre todo la Antártida Occidental. Por lo que se sabe, ningún humano había pisado los glaciares de la Antártida Occidental hasta el Año Geofísico Internacional, en 1957, una colaboración en la Guerra Fría entre Estados Unidos, la Unión Soviética y otras naciones para expandir los límites de la exploración científica. Un equipo de científicos había recorrido los glaciares de la Antártida Occidental, incluyendo el Thwaites; taladraron núcleos de hielo y tomaron otras medidas, y descubrieron que el suelo debajo del hielo estaba en una pendiente invertida y que había bajado aún más por el peso de glaciares durante millones de años. "Pensalo como un bowl de sopa gigante repleto de hielo", dice Sridar Anandakrishnan, un experto en glaciología polar de la Universidad de Pensilvania. Siguiendo con la analogía del bowl, los bordes de estos glaciares -el punto en el que el glaciar deja la tierra y empieza a flotar- están apoyados en el filo del bowl, a 300 metros o más del nivel del mar. Los científicos llaman a ese filo "la línea de apoyo". Debajo del filo, el terreno decrece en una pendiente que desciende por cientos de kilómetros, hasta las montañas Transantárticas que dividen la Antártida Oriental de la Occidental. En la parte más baja del cuenco, el hielo tiene más o menos tres kilómetros de ancho. En los años 50, antes de que la mayoría de los científicos entendiera los riesgos del calentamiento global, esto era considerado como un indicador interesante de la estructura de la Antártida, pero difícilmente un descubrimiento de grandes consecuencias. Después, en 1974, Hans Weertman, un científico de materiales de la Universidad de Northwestern, encontró que estos glaciares de la Antártida Occidental eran más vulnerables al derretimiento rápido de lo que nadie había entendido. Acuñó un término para ello: "Inestabilidad de las capas de hielo marinas". Weertman señaló que el agua cálida del océano podía penetrar la línea de apoyo, derritiendo el hielo desde abajo. Si el derretimiento continuaba a una velocidad más rápida que la del crecimiento del glaciar -que es el caso ahora-, el glaciar se caería de la línea de apoyo y empezaría a retraerse hacia la pendiente, como "una pelota cayendo en una colina", dice Howat, el glaciólogo de la Universidad de Ohio. A medida que el glaciar se apoya en aguas cada vez más profundas, hay más hielo expuesto a aguas cálidas del océano, lo cual a su vez incrementa la velocidad del derretimiento. Al mismo tiempo, hay partes del glaciar que flotan, lo cual pone aún más peso sobre el hielo, haciendo que se fracture. Cuando la superficie del glaciar colapsa, o "se rompe", más hielo cae sobre el mar. Cuanto más cae el glaciar por la pendiente, más rápido es el colapso. Sin quererlo, Weertman había descubierto un mecanismo para un aumento catastrófico del nivel del mar. Mercer vio que la revelación de Weertman tenía grandes implicaciones. En un artículo de 1978 llamado "La capa de hielo de la Antártida Occidental y el efecto invernadero del CO2: una amenaza de desastre", Mercer se enfocó en las barreras de hielo flotantes que refuerzan los glaciares de la Antártida Occidental. Como son más delgados, y flotan en el océano, a medida que se caliente el agua serán los primeros en desaparecer. Y cuando lo hagan, no sólo reducirán la fricción que hace que la caída de los glaciares al océano sea más lenta, sino que también cambiarán el balance de los glaciares, haciendo que floten más allá de la línea de apoyo. Y eso, a su vez, va a acelerar su caída por la pendiente. Mercer argumentó que todo este sistema era más inestable de lo que había descubierto Weertman. "Afirmo que puede ser inminente un gran desastre: un aumento rápido [de cinco metros] del nivel del agua, causado por la deglaciación de la Antártida Occidental", escribió, prediciendo que llevaría al "sumergimiento de áreas bajas como gran parte de Florida y Holanda". Mercer no sabía cuán pronto podría pasar esto, pero cuando hizo sus cálculos, a mediados de los 70, predijo que si el consumo de combustibles fósiles seguía acelerándose, podía empezar en 50 años. Es decir, ahora mismo. Pronto -posiblemente incluso para cuando estés leyendo esto-, un pedazo de la barrera de hielo Larsen C se va a romper y va a flotar hacia el océano que rodea la Antártida. El rompimiento del Larsen C, primo cercano del Larsen B, que ocurrió en 2002, se está desarrollando desde hace varios años. Pero en los últimos meses, se intensificó dramáticamente. Mientras escribo esto, la rajadura ya tiene más de 160 kilómetros de largo. Tal colapso de las barreras de hielo es exactamente lo que Mercer predijo que sería la primera señal de que el desastre era inminente. Cuando se rompa, probablemente será tapa de diarios, y se lo citará como una prueba de que la Antártida se está desmoronando rápidamente. Pero también puede que no. "Las barreras de hielo se rompen todo el tiempo, y a veces no es un problema", dice Alley, quien era estudiante en la Universidad de Ohio cuando Mercer era profesor sénior ahí. "Dependerá mucho de lo que veamos después de que se rompan las barreras, y de cómo reaccionen los glaciares del área." Alley señala que los glaciares detrás de la barrera Larsen C son modestos, e incluso si todos se aceleran y caen al agua, probablemente sólo produzca una diferencia de centímetros en cuanto al aumento en el nivel del agua. En otras palabras, esta hendidura en sí misma, no es lo que Alley llama "un grito histérico por el fin del mundo". Pero tampoco significa que tal desastre no esté en progreso en la Antártida Occidental, sólo que en una escala temporal ligeramente más lenta. Alley es un hombre liviano, parecido a un gnomo, de barba, tiene un aro de hula-hop en la oficina, y es conocido por su genial imitación de Johnny Cash. Cuando Alley estudiaba en la Universidad de Ohio en los 70, vio muchas veces a Mercer en los pasillos, y fue a un par de sus charlas. ("No puedo confirmar si hacía sus trabajos de campo desnudo", dice Alley.) Había leído el artículo de Mercer acerca del riesgo del colapso de la Antártida cuando se publicó en 1978, y desde entonces lo había cautivado. "¿La cagamos?", le preguntó a un grupo de científicos durante una charla hace poco. "Siempre creí que aprenderíamos lo suficiente, y que seríamos lo suficientemente útiles para la sociedad antes de que fuera demasiado tarde. ¿Tomamos el conocimiento de John Mercer y fuimos incapaces de usarlo?" En las décadas recientes, las nuevas tecnologías satelitales les han dado a los científicos una imagen más clara de lo que está pasando en la Antártida Occidental, y gran parte de ella confirmó la hipótesis de Mercer. Desde el espacio, es posible medir los cambios en el ancho de los hielos, al igual que la velocidad con la que se retraen los glaciares como el Thwaites, y se alejan de la línea de apoyo. Y las noticias no son buenas. En 2014, dos científicos especialistas en hielo altamente respetados, Eric Rignot de NASA y Ian Joughin, de la Universidad de Washington, publicaron artículos separados que alcanzaban la misma conclusión. Como decía Joughin: "Nuestras simulaciones proveen pruebas claras de que el proceso de desestabilización de capas de hielo marina ya está avanzando en el glaciar Thwaites". En una entrevista, Rignot fue más sucinto. En la Antártida Occidental, decía, "ya hicimos saltar el fusible".
Alley pasó gran parte de su carrera científica pensando en la dinámica del hielo: cómo se mueve (o no se mueve) el hielo cuando se lo empuja, se lo presiona o se lo calienta. El colapso de la barrera de hielo Larsen B en 2002 lo sorprendió y lo preocupó, en parte porque no sólo se rompió, como está destinado a pasar en el Larsen C: toda la barrera de 3.200 kilómetros cuadrados se desintegró en un par de semanas, pasando de ser una barrera de hielo estable a un manojo de icebergs en el equivalente geológico de un abrir y cerrar de ojos. "Nadie había visto algo así antes", le dijo Alley. "Como parece ser, un gran pedazo de hielo se derrite de manera lenta. Pero puede fracturarse muy, muy rápido." Después del colapso del Larsen B, Alley empezó a pensar más en la profecía de Mercer para la Antártida Occidental, especialmente en su aplicación al glaciar Thwaites. Sabía que el frente de desprendimiento del Thwaites era de más o menos 140 kilómetros de largo y de 500 metros de alto; de los cuales prácticamente todo, excepto 90 metros, estaban debajo del agua. La presión del océano apoyaba la porción subacuática del glaciar, pero el resto era una pared de hielo tambaleante sostenida, por el momento, apenas por barreras de hielo. Y Alley sabía que si el glaciar se retraía hacia un hielo cada vez más grueso, el frente de derrumbamiento sólo crecería. ¿Cuán alto, se preguntaba, podía ser un acantilado de hielo antes de que las debilidades inherentes del hielo lo hicieran desmoronarse? Alley sabía que para cuando el Thwaites se retrajera por completo hacia el cuenco, el acantilado de hielo podía teóricamente alcanzar los 1.800 metros de altura: dos veces más alto que El Capitán, la famosa montaña de granito del valle de Yosemite. Imagínense peñascos de mil metros de altura cayendo sobre el mar. Es una noción surrealista, una que incluso el guionista de cine catástrofe más espeluznante consideraría inverosímil. Pero Alley se preguntaba si tal evento sí era posible. Y si lo era, ¿qué tan rápido podía ocurrir? Como muchos cientificos climáticos, Alley hace tiempo que está fascinado con el derrumbe de los peñascos de hielo del glaciar Jakobshavn en Groenlandia. El Jakobshavn es el glaciar que más rápido se mueve en el mundo, adentrándose en el mar a una velocidad de 25 kilómetros por año. Si viste imágenes dramáticas de un glaciar derrumbándose, como en Chasing Ice, el documental de 2012, probablemente eran del Jakobshavn. Hace un par de años, cuando estaba trabajando en otra nota, lo sobrevolé en helicóptero. Me sorprendió lo agrietado y retorcido que estaba este glaciar color azul zafiro. Vi un pedazo enorme caer al agua. Noté cómo caía directamente, como si se hubiera abierto una puerta falsa debajo de él. Este era, entiendo ahora, un ejemplo clásico del derrumbamiento de un peñasco de hielo. No se cae. Simplemente implota. Como Alley sabe mejor que nadie, hay muchos factores que controlan cuán rápido se puede adentrar un glaciar en el agua, incluyendo la cantidad de fricción de la tierra sobre la que se desliza, al igual que lo firme que lo sostienen las barreras de hielo. Pero otro tema es la fuerza del propio hielo. Hay muchas diferencias entre el glaciar Jakobshavn y el Thwaites. Por empezar, el Thwaites es muchas veces más grande. La cara que se desprende del Jakobshavn sólo tiene 15 kilómetros de largo, mientras que el Thwaites tiene más de 140. Además, el Thwaites no está limitado por un valle, como lo está el Jakobshavn, lo cual significa que no tiene mucha fricción a los costados para desacelerarlo. Si realmente ocurre, podría colapsar mucho más rápido que el Jakobshavn. Más importante, el Jakobshavn no está sobre un cuenco, como sí lo está el Thwaites. Puede desprenderse fácil, pero no es lo que los científicos llaman un sistema umbral. El Thwaites sí. Pero una cosa que tienen en común es que su integridad estructural -y el posible colapso futuro- está dictado por la física básica del hielo. A más de 90 metros de altura, los peñascos de hielo del frente del Jakobshavn son los más altos del planeta. Hay una buena razón para ello. Alley y otros científicos descubrieron que los peñascos de hielo en los glaciares de terminación marina como el Jakobshavn o el Thwaites tienen un límite estructural de alrededor de 90 metros; después de todo, colapsan por el peso. De modo que, si bien hay secciones del Thwaites que tienen 1.800 metros de profundidad, Alley se dio cuenta, la integridad estructural del hielo no permitiría que el frente del glaciar se sostuviera tan alto. En otras palabras, los glaciares con un frente de hasta 90 metros pueden ser relativamente estables; después de eso, olvidate. Como me dice Alley: "Simplemente colapsan, colapsan, colapsan". Un día, Alley estaba pensando en un problema que Dave Pollard, un colega de la Universidad de Pensilvania, y Rob DeConto, un científico climático de la Universidad de Massachusetts, Amherst, venían teniendo con su modelo climático. DeConto y Pollard colaboraban desde hacía años para desarrollar un modelo sofisticado que los ayudara a entender el impacto que tenía el calentamiento debido a la polución por el uso de combustibles fósiles en Groenlandia y la Antártida. Los modelos climáticos son programas de computadora que intentan capturar la física fundamental del mundo natural, como por ejemplo: si la temperatura sube un grado, ¿cuánto subirán las aguas en el mundo? No es una pregunta fácil, y requiere calcular todo, desde los cambios en cuánta luz solar refleja el hielo hasta cuánto hace que se expanda el océano Atlántico apenas un grado de calor. Los modelos mejoraron mucho en las últimas décadas, pero todavía no pueden simular todos los procesos del mundo real. Una de las formas con las que los científicos testean lo bien que un modelo puede predecir el futuro es ver cuán bien recrea el pasado. Si podés probar un modelo hacia atrás y obtiene los resultados correctos, podés probarlo hacia adelante y confiar en que los resultados serán adecuados. Durante años, DeConto y Pollard estuvieron tratando de que su modelo recreara el Plioceno, la era de hace tres millones de años en la que los niveles de CO2 en la atmósfera estaban cerca de los de ahora, excepto que las aguas eran seis metros más altas. Pero, sin importar los botones que tocaran, no podían hacer que su modelo derritiera las barreras de hielo lo suficientemente rápido como para replicar lo que el archivo geológico les decía que había ocurrido. "Sabíamos que faltaba algo en la dinámica de nuestro modelo", me dice DeConto. Alley sugirió que introdujeran su nuevo entendimiento de la física del hielo, incluyendo la integridad estructural del propio hielo (o su ausencia), y "ver lo que pasaba". Lo hicieron y, oh, el modelo funcionó. Fueron capaces de hacer que el Plioceno se derritiera como debía. En efecto, encontraron el mecanismo faltante. Su modelo ahora estaba probado. Por supuesto, lo siguiente que hicieron DeConto y Pollard fue probarlo hacia adelante. Lo que encontraron es que, en escenarios de alto nivel de emisión -es decir, el camino en el que estamos hoy-, en lugar de una contribución en el aumento del nivel del mar de prácticamente cero de la Antártida para el año 2100, había más de un metro, sobre todo de la Antártida Occidental. Si agregás un cálculo bastante conservador de la contribución al aumento del nivel del mar por parte de Groenlandia en el mismo tiempo, al igual que la expansión de los océanos, tenés más de un metro y medio. Es decir, el doble que el escenario más alto del IPCC. Para cualquiera que viva en Miami Beach o Brooklyn o la Back Bay de Boston o cualquier otro barrio en una costa, la diferencia entre un aumento de un metro y de un metro y medio para 2100 es la diferencia entre una ciudad inundada pero habitable y una ciudad sumergida. Son miles de millones de dólares de propiedades inmobiliarias en la costa, sin mencionar las vidas de 145 millones de personas que viven a menos de un metro del nivel del mar, muchos de ellos en países pobres como Bangladesh e Indonesia. La diferencia entre un metro y un metro y medio es la diferencia entre una evacuación de las costas manejable y un desastre de refugiados de décadas de duración. Para muchas naciones de las islas del Pacífico, es la diferencia entre sobrevivir y extinguirse.
Por supuesto, DeConto y Pollard pueden estar equivocados. O podría haber mecanismos que no consideraron y que pueden hacer que el colapso sea menos rápido. Alley se pregunta si el hielo se va a caer tan rápido que creará un embotellamiento de icebergs frente a él -llamado mélange- que puede apoyar a los peñascos de hielo y evitar que colapsen. Christianson y otros están investigando el suelo debajo del glaciar para ver cuán resbaloso es, o para encontrar irregularidades en la pendiente del bowl que puedan hacer que el glaciar se sostenga un siglo o dos. A DeConto le interesa la nieve firn, la capa de nieve vieja que todavía no se transformó en hielo. "Depende de cómo se canalice el agua de deshielo, podría tener un gran impacto en cuán rápido se fracture el hielo", dice DeConto. Podría desacelerarse. Pero, como advierte DeConto, podría también acelerarse. La falta de certeza corre en ambas direcciones, y en cuanto empiece el colapso de la Antártida Occidental, podría seguir hasta que las aguas suban cuatro metros. En cualquier caso, la amenaza es clara. En un mundo racional, la conciencia de estos riesgos llevaría a rápidos y profundos recortes en la polución por carbono para desacelerar el calentamiento, al igual que a inversiones en más investigaciones en la Antártida Occidental, para entender mejor lo que está pasando. En su lugar, los americanos eligieron a un presidente que piensa que el cambio climático es una farsa, que está empecinado en quemar más combustibles fósiles, que instala al CEO de la compañía de petróleo más grande del mundo como secretario de Estado, que quiere cortar el presupuesto de la ciencia sobre el clima y, en su lugar, gastar casi 70.000 millones de dólares para construir un muro en la frontera mexicana y otros 54.000 millones para reforzar el ejército. Cuando Kerry regresó de la Antártida, conversamos sobre los ataques de la administración Trump a la ciencia climática, incluyendo la decisión de borrar toda mención al cambio climático de la página web de la Casa Blanca. "Un momento tan ludita", dice Kerry. "Subraya la ausencia de hechos más cruda que hay en sus procesos. Como si despojar la página web de algo tan importante como eso fuera, de algún modo, a resolver el problema. Es para reírse. Es difícil encontrar palabras para esto, realmente. Me temo que este símbolo tan grande de un nuevo 'no saber nada' es realmente peligroso para nuestro país, y para el mundo." Al final, nadie puede saber exactamente cuánto tiempo más van a ser estables los glaciares de la Antártida Occidental. "No sabemos cuál es el límite superior para lo rápido que puede pasar esto", dice Alley, y suena un poco asustado. "Estamos lidiando con un evento del que ningún humano hasta ahora fue testigo. No tenemos una analogía para esto." Pero está claro que gracias a nuestro atracón de 200 años de combustibles fósiles, el colapso de la Antártida Occidental está en camino, y que todos los propietarios de condominios en Miami Beach, y los granjeros de Bangladesh, están viviendo a merced de la física del hielo. El propio Alley nunca lo dijo así, pero en la Antártida Occidental, los científicos descubrieron el motor de la catástrofe.

miércoles, 18 de marzo de 2020

The Last Bookstore


Nos cuenta el periodista de modas y viajes Mark Bloofeld de la revista GQ:

Las playas de Malibú y Venice Beach, la típica excursión a Universal Studios, un paseo por Rodeo Drive con almuerzo obligado en The Cheesecake Factory o una noche de tragos en los barcitos emblemáticos de West Hollywood son parte de la típica propuesta de cualquier turista que visita Los Ángeles. Pero, ¿hay algo más aparte del sol, la playa, las palmeras y el estilo relajado de la west coast estadounidense? La última vez que visité Los Ángeles, hace menos de un año, unos amigos locales me dijeron: “Te vamos a llevar a la mejor librería del mundo”. En principio no acredité que la tierra prometida del bronceado, el fitness y la comida orgánica pudiera albergar una propuesta tan poco atlética como la lectura. Me equivoqué, pues al ingresar en The Last Bookstore me sentí más en alguna ciudad medieval de Europa que en la capital de los autos convertibles.




Allí donde antiguamente funcionaba un banco, en un edificio histórico con columnas de mármol y puertas inmensas, se erige una librería que se desempeña como polo cultural y punto de encuentro para la comunidad intelectual del downtown de LA, convirtiéndose también en un sitio turístico obligado para bibliófilos y gente equis que simplemente quiera tomar una foto para su Instagram posando entre los laberintos de libros que invaden el primer piso.




Una reseña en la revista Time Out bastó para que algunos “influencers” fueran a sacarse fotos en el icónico túnel de libros que parece escenográfico pero contiene títulos reales –luego de eso, la comunidad local comenzó a protestar porque el lugar parece más un sitio turístico que el tradicional punto de encuentro entre lectores y escritores–. El artículo en cuestión decía así: “Es actualmente la librería independiente más grande de California. Allí se pueden comprar, vender o intercambiar libros nuevos y usados, elegir un disco o tomar una taza de café. También es posible asistir a su ciclo de eventos, que incluye lecturas, firma de libros, grupos de escritores, noches de música abierta y conciertos. Es un gran hotspot para la comunidad, agrupando gente con intereses literarios similares para crear, inspirarse y compartir experiencias en un ambiente abierto que siempre nos da la bienvenida”.




Esto es real. Cuando visité la librería me encontré con una tertulia o presentación de algo en la planta baja, llena de hipsters que escuchaban atentos a una joven de estilo boho chic entonando suaves melodías acompañada de su guitarra. Cuando terminó de cantar, otra chica (que más tarde supe que era una escritora bastante respetada en el ambiente local) se puso a hablar de su libro y después abrió la presentación a las típicas preguntas del público. Todos terminaron charlando y tomando vino en la cafetería del lugar, que durante el día sirve lattes que pueden llevarse en la mano (no está prohibido pasearse por ahí con un café, como en varias cadenas de librerías) mientras buscamos libros usados de un dólar en el primer piso y revolvemos vinilos de colección en la planta baja del enorme edificio.





Terminé comprando el libro The Happiness Effect (El efecto felicidad), de Donna Freitas, por la módica suma de cinco dólares, y luego en la sección “para escritores” encontré todo tipo de títulos sobre gramática, estilo literario y el curioso How to Write a Novel (Cómo escribir una novela), de la serie Guía para Idiotas. Todo por menos de tres o cuatro dólares. Luego de pagar mis libros hice lo que había que hacer: subí al entrepiso, posé en la inmensa pared de libros con un agujero redondo para meter la cara, me saqué la foto, la subí a Instagram con la leyenda “Amor por los libros” y obtuve la considerable suma de 600 y pico de likes.
Nada mal para un micro-influencer, ¿verdad?




Dirección: 453 South Spring St, Los Ángeles, 90013

Web: lastbookstorela.com

viernes, 13 de marzo de 2020

Arcas para el Diluvio que Viene


Las imágenes son desconcertantemente anaranjadas. No precisan epígrafes ni subtítulos. Lucen como un episodio más de una distopía que se desenvuelve en tiempo real, aunque no se trata de un pasaje de la novela La carretera de Cormac McCarthy ni de la última encarnación de Blade Runner. Con el resplandor fantasmal propio de la catástrofe, las fotografías y videos de los incendios forestales en Australia han vuelto más palpable la pesadilla apocalíptica que nos atormenta al parecer día a día. Ahora no solo se la ve, se la huele: el humo de un continente en llamas recorrió en pocas horas más de 12.000 kilómetros hasta llegar a América del Sur.
A los más de mil millones de animales muertos y hábitats enteros arrasados se les suma el caos creciente provocado por el brote de coronavirus que inquieta al planeta, más incendios en California y el Amazonas, glaciares que se derriten, tifones y huracanes de categoría 5, inundaciones y sequías épicas por igual.



"Tendemos a pensar en la crisis climática como un desastre que se avecina pero ya vivimos en una época de extinciones masivas causadas por el calentamiento global", señala el filósofo inglés Timothy Morton. "De cierta manera, el fin del mundo como lo conocíamos ya ocurrió. Y la catarata de noticias solo nos hace sentir desconcertados e impotentes".
Incluso escritores de ciencia ficción como Kim Stanley Robinson, celebrado entre los activistas climáticos por imaginar utopías verdes, están perdidos ante este escenario frente al cual hay dos opciones: caer en un pozo de desesperanza atroz y admitir que no podemos evitar el apocalipsis climático -como sugirió no sin polémicas el escritor Jonathan Franzen recientemente en The New Yorker- o actuar.
En Noruega -así como en Gran Bretaña, Colombia, la Argentina, Perú y miles de otros rincones del mundo-, un grupo de investigadores se decidió por lo segundo. En una lucha contra reloj, tendieron alrededor del planeta una red de seguridad, "arcas" o instalaciones cargadas de promesas que en un tiempo no muy lejano no solo alimentarán a nuestros hijos en caso de que ocurra lo peor. También a los hijos de nuestros hijos.
En los bancos de semillas habita al unísono el pasado, el presente y el futuro de la especie humana. El más famoso se encuentra en los confines del mundo conocido: bien al norte de Noruega. A menos de mil kilómetros del Polo Norte, en un archipiélago cruel para la vida y con una mayor población de osos polares que de seres humanos, asoma de la ladera de una montaña congelada un estrecho portal triangular hecho de concreto y acero.
Su curiosa silueta despierta entre los habitantes del pueblito minero cercano de Longyearbyen las más ridículas sospechas. Algunos repiten que se trata de una base secreta de la OTAN que hospeda un proyecto eugenésico global. Otros, que es un silo con ojivas nucleares.
Ni lo uno ni lo otro: la Bóveda de Semillas de Svalbard es el freezer más importante del mundo, un almacén diseñado para durar diez mil años y preservar las fuentes futuras de alimentación humana de guerras y desastres ambientales.
"Es la última línea de defensa contra la extinción de nuestra diversidad agrícola", dice el agricultor estadounidense Cary Fowler, cerebro detrás de este proyecto gerenciado por la organización Crop Trust. "Las personas son conscientes de la extinción de los dinosaurios, pero no saben que actualmente estamos experimentando una extinción masiva de nuestra diversidad de cultivos".

Riquezas congeladas

El 14 de noviembre de 1984, a un equipo de científicos noruegos y suecos liderados por el biólogo Åsmund Asdal se le ocurrió realizar un ambicioso experimento: recogieron una pequeña colección de semillas y la depositaron en una mina de carbón abandonada en la montaña Platåberget, cerca del aeropuerto local, a -3,5º C, con el objetivo de controlar la longevidad de este material biológico en tales condiciones y estudiar la supervivencia de los patógenos.



Un año después volvieron y confirmaron que ninguna había germinado. Los investigadores del consorcio NordGen le propusieron entonces a la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) financiar un "criobanco" mundial. La ONU no vio necesidad alguna de hacerlo y rechazó la idea.
El panorama cambió en 2005, cuando el huracán Katrina devastó Nueva Orleans. Fowler se percató de los potenciales peligros que enfrentaban las colecciones nacionales. Entonces, movió cielo y tierra para instalar una catedral botánica internacional, una póliza de seguro contra el armagedón agrícola en un lugar estratégico, inmune a la destrucción. El sitio elegido es ideal: catalogada en 1925 territorio neutral en caso de conflicto bélico, la isla de Spitsbergen no tiene mucha actividad sísmica. Incluso si se derritiera el hielo ártico, el inmenso almacén subterráneo no se vería afectado pues fue construido a 150 metros sobre el nivel del mar.
El 26 de febrero de 2008 se abrieron las puertas de lo que varios medios apodaron la "bóveda del fin del mundo", el "Fort Knox de semillas" o el "Arca de Noé de las plantas". Kenia, Nigeria y Pakistán fueron las primeras naciones en hacer sus depósitos. Tres meses después los almacenes ya contaban con 270.000 muestras enviadas por más de cien países. En la actualidad, hay 992.039 variedades de cultivos diferentes: toda clase de arroz, trigo, cebada, sorgo, berenjena, papa, soja, banana, entre otras, con 500 semillas por muestra en sobres grises de polietileno y aluminio envasados al vacío.
El contribuyente más prolífico es India -90 millones de semillas depositadas-, seguido por México. Lo único que no se permiten son los cultivos modificados genéticamente y los considerados ilegales, como cannabis.
"Esta es la mayor colección de biodiversidad agrícola del mundo", asegura Åsmund Asdal, coordinador de la bóveda. "Están representados trece mil años de historia agrícola".


Guardianes de biodiversidad

No parece un búnker posapocalíptico. Lo es. Literalmente. La bóveda de semillas de Svalbard se asemeja a un iceberg: solo se ve la punta, su entrada. El resto está 120 metros adentro, en el corazón de la montaña. Un túnel de hormigón conduce a tres cámaras. No es una instalación con laboratorios ni una atracción turística. No cuenta con personal permanente, aunque se la monitorea noche y día. Recién luego de atravesar cinco puertas se llega a la única bóveda en uso. Ahí hay casi tres mil cajas, cada una con oro biológico: los paquetes de semillas, a -18º C. Aunque fallaran los generadores, la capa de permafrost que recubre la montaña garantiza una temperatura óptima para la crioconservación.
"Es como una pequeña Naciones Unidas", dice Bente Naeverdal, supervisora de operaciones de este almacén. Las cajas con semillas provenientes de Corea del Norte son vecinas de las de Estados Unidos.
En verdad, la bóveda de semillas de Svalbard no es el único búnker de este tipo en el mundo. Hay alrededor de 1750 bancos de genes, aunque en zonas más vulnerables a tifones o guerras. Todos ellos son guardianes de la biodiversidad: Gran Bretaña estableció el Banco de Semillas del Milenio en Sussex en 2000. Actualmente contiene diez millones de semillas, entre ellas las de plantas y árboles acosados por plagas y enfermedades. Allí se secan y luego se congelan a -20° C.



En un período de clima extremo, de población mundial en aumento y en el que los recursos como el agua y la tierra se vuelven más escasos, estas iniciativas son más importantes que nunca. La FAO estima que el 75% de la diversidad genética vegetal se perdió solo en el siglo pasado.
"Preservamos la diversidad que se ha acumulado a través de miles de años de evolución y domesticación", indica la bióloga Ana Panta, del Centro Internacional de la Papa en Lima, uno de los institutos que más ha depositado en la Bóveda de Svalbard. "Las papas se cultivaron por primera vez hace más de ocho mil años y, en el camino, esas variedades antiguas acumularon genes valiosos, como la resistencia a las enfermedades".
Cerca del municipio de Palmira, en Colombia, se conservan para la posteridad 67 mil variedades de frijol (o poroto), yuca y forrajes tropicales en un búnker congelado de la Alianza de Bioversity International y el Centro Internacional de Agricultura Tropical. "Estas pequeñas semillas representan el futuro de la humanidad", asegura el ingeniero agrónomo Luis Guillermo Santos. "Dentro de varias décadas, constituirán el plato de comida de alguien".


Bellas durmientes

Uno de los primeros en pensar en la necesidad de contar con backups o respaldos de la naturaleza fue el botánico ruso Nikolái Vavilov, que pretendía acabar con el hambre del mundo, pero paradójicamente en 1943 terminó muriendo de inanición en un gulag. Había sido condenado por defender la genética, considerada por entonces en la Unión Soviética una "pseudociencia burguesa".
Cada banco de genes es descendiente directo de sus ideas. En la Argentina, las primeras colecciones de trigo, maíz y maní comenzaron a formarse en 1930. Les siguieron las de sorgo, girasol y algodón en 1948. Fue recién en 1994 cuando se consolidó la Red de Bancos de Germoplasma del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). "Es nuestro seguro frente a catástrofes climáticas", cuenta la bióloga Silvina Lewis, directora del Instituto de Recursos Biológicos del INTA. "Además, contribuye al mantenimiento y aumento de la diversidad: sin variabilidad será muy difícil hacer frente no solo a emergencias climáticas, sino también a nuevas enfermedades que van surgiendo. Nuestra red almacena 35.990 entradas de material vegetal, el 93% de los recursos genéticos del país".
Con epicentro en Castelar, esta red está integrada actualmente por nueve bancos activos: en Salta, por ejemplo, se conservan porotos y quinoa; en San Pedro, durazno; en Concordia (Entre Ríos), cítricos; en Junín, olivo, ciruela, damasco; en Mendoza, vid; en Manfredi (Córdoba), maní, girasol, sorgo; en Alto Valle (Río Negro), peras y manzanas; yerba mate y té en Cerro Azul en Misiones.
En las cámaras de frío, se pueden conservar por décadas o cientos de años. Como dice la bióloga Gabriela Auge, "las semillas son como bellas durmientes, películas en pausa. Pero poseen toda la maquinaria necesaria para que, cuando empiezan a tomar agua, se activen, despierten, germinen. Una semilla es pura potencia".

Algunos países, como China, aún no han donado muestras de sus sistemas agrícolas a la Bóveda de Svalbard. Otro que no ha hecho ningún depósito es la Argentina. "Creemos que sería interesante enviar semillas de cultivos propios y especies nativas de la Argentina -dice Lewis-, pero previamente deberíamos consultarlo con las provincias que son las propietarias de los recursos. Debería ser una decisión a nivel país".
En una época marcada por la incertidumbre, las tensiones geopolíticas y una sociedad global al parecer acostumbrada a saltar de un apocalipsis al siguiente, la gran arca internacional en Noruega aporta tranquilidad. Por ejemplo, en 2015, cuando el banco genético en Alepo fue arrasado por la guerra civil, los investigadores y agricultores sirios solicitaron la extracción de las 30 mil muestras que anteriormente habían enviado para reconstruir las colecciones de trigo, cebada, lentejas y garbanzos del país.



Lugares como Svalbard nos ayudan a pensar en una escala de tiempo mucho más extensa y profunda, en la que nuestra generación ya no ocupa el centro. Como las cápsulas enterradas que acumulan años, los discos dorados que viajan por las estrellas y los archivos que resguardan lo que somos y hemos sido, estas catedrales biológicas donde el tiempo se arrastra nos devuelven el futuro que habíamos perdido.

Una biblioteca en las estrellas

No se necesitaron palabras. Los rostros de los ingenieros del centro de control en Yehud, en Israel, informaban segundo a segundo el estado de la pequeña nave Beresheet. Primero exhibían excitación y alegría, emociones que podían leerse en las amplias sonrisas de los operadores: Israel estaba por llegar a la Luna. Como ya lo habían hecho Estados Unidos, Rusia y China, pero con una diferencia: en este caso se trataba de la primera misión financiada con fondos privados.
El entusiasmo, sin embargo, no duró demasiado. De un momento a otro, fue reemplazado por señales de preocupación, hombros encogidos, miradas perdidas. "Bueno, no lo logramos, pero definitivamente lo intentamos", dijo Morris Kahn, presidente de la organización SpaceIL.
Fue en abril del año pasado. Poco antes de posarse en la superficie, la sonda de 585 kg se estrelló en el hemisferio norte lunar. Los días pasaron y de la tragedia -tesoro para futuros arqueólogos espaciales- emergió una buena noticia. Lo único que no se había destruido por completo había sido su carga: miles de tardígrados -aquellos micro-organismos conocidos como "osos de agua" que sobreviven prácticamente en cualquier ambiente- y la biblioteca que transportaba.
Desarrollada por la Arch Mission Foundation, la llamada Arch Lunar Library fue diseñada para preservar los registros de nuestra civilización durante miles de millones de años. Sus creadores estiman que los 25 discos de níquel -cada uno de solo 40 micras, hechos con una nueva tecnología de almacenamiento llamada "Nanofiche"- que fueron depositados en la sonda israelí están intactos.
Allí, entre los escombros, se conservan 200 GB de valiosa información: 30 millones de páginas sobre los más diversos logros culturales humanos, así como el contenido completo de la Wikipedia, el Proyecto Gutenberg -un archivo de libros sin derechos de autor-, el Internet Archive y el PANLEX Project, una base que incluye cada palabra de cada idioma.
Esta Biblioteca Lunar es parte de un proyecto aún más audaz de esta ONG, el llamado The Billion Year Archive (Archivo de mil millones de años) que busca inundar el sistema solar con cápsulas del tiempo que preserven el conocimiento humano por la eternidad.
En 2018, esta organización incluyó una copia digitalizada de la Saga de la Fundación de Isaac Asimov a bordo del Tesla Orbiter -un automóvil lanzado al espacio por SpaceX-, así como una copia de la versión inglesa de la Wikipedia en un nanosatélite en órbita terrestre baja.
"Uno de los principales desafíos evolutivos que enfrentamos es la amnesia sobre nuestros errores pasados", dice Nova Spivack, cofundador de Arch Mission Foundation que planea desparramar más discos en las próximas misiones a Marte. "Para la supervivencia de nuestra especie debemos asegurarnos de que el conocimiento humano perdure".
La idea de realizar un compendio de la totalidad del saber humano para un futuro posthumano es antigua pero prendió en la imaginación de ingenieros y astrofísicos en 1942 cuando en una ambiciosa saga de 1.450.000 palabras al escritor Isaac Asimov se le ocurrió la historia de un grupo de científicos llamados "la Fundación" que en un futuro distante inician el proyecto de una Enciclopedia Galáctica para proteger el conocimiento humano ante una posible catástrofe en la Vía Láctea.
Con la amenaza del holocausto nuclear, los proyectos se acumularon. Primero fueron las placas en naves espaciales que suscitaron controversias por la predominancia de representaciones de personas blancas o cuando la NASA decidió eliminar ilustraciones del órgano sexual femenino. Aceleradas por la crisis climática, ahora las iniciativas se reproducen casi año tras año: desde almacenar el conocimiento acumulado en una de las minas de sal más antiguas del mundo en las montañas de Salzkammergut de Austria -la cápsula "Memory of Mankind"- al Arctic World Archive -desde 2017 ubicado en la misma mina que alberga a la Bóveda Global de Semillas de Svalbard- y los proyectos de largo aliento de la Fundación Long Now.



Todas aspiran lograr la misma hazaña: burlarse de aquella fuerza arrasadora y cruel que nos acosa y persigue a todos, el olvido.

Diez mil años de soledad

En las profundidades del desierto de Nuevo México, Estados Unidos, hay una instalación destinada a sobrevivir a la humanidad.
A casi 8 kilómetros bajo tierra, cerca de la localidad de Carlsbad, desde 1974 se acumulan en silencio grandes contenedores. Se trata de uno de los legados de los que menos debería enorgullecerse nuestra civilización: desechos radiactivos y restos del arsenal bélico que calentó la Guerra Fría.
"Cada arma nuclear hecha, cada vatio de electricidad producido por una planta de energía nuclear deja un rastro de desechos que durarán por las siguientes cuatrocientas generaciones", indica Peter Galison, historiador de la ciencia de la Universidad de Harvard y uno de los responsables del documental Containment (2015) que explora el impacto de la Planta Piloto de Aislamiento de Desechos o WIPP.
El plutonio, por ejemplo, tiene una vida media de 24000 años. Esta tumba tóxica verá caer gobiernos y corporaciones. Quizás incluso a nuestra propia especie.
Comparte con las bóvedas de semillas, con las transmisiones de radio enviadas a las estrellas y con las placas y discos que acompañan a las naves espaciales en su camino por el cosmos las misma escalas abismales que resisten a la imaginación: su reino es el del tiempo profundo. O lo que los historiadores franceses de la Escuela de los Annales denominan longue durée, largo plazo: el verdadero ritmo de la Tierra, el de los cambios profundos y casi imperceptibles que se extienden durante vastos períodos de tiempo.
"El tiempo profundo se mide en unidades que humillan el instante humano: épocas y eones, en lugar de minutos y años", señala el británico Robert Macfarlane, autor de Underland: un viaje en el tiempo profundo. "Pensar en el tiempo profundo nos lleva a considerar qué estamos dejando atrás para las épocas y seres que nos seguirán. Somos responsables de lo que hacemos aquí y ahora".
La extensa vida útil de esta basura radiactiva sepultada plantea así un interrogante: ¿Cómo comunicar su peligro al futuro distante, a los habitantes -si es que aún queda alguno- del año 12000?
En 1989, el Departamento de Energía de Estados Unidos convocó a un panel de sociólogos, antropólogos, arqueólogos, físicos, astrónomos, lingüistas y hasta escritores de ciencia ficción para que trazaran escenarios posibles. Su misión era la de diseñar un sistema de advertencia efectivo, entendible incluso dentro de 400 generaciones.
Los grandes carteles de "No pasar" quedaron de inmediato descartados. Solo basta con recordar lo que ocurrió en Egipto: las maldiciones y advertencias talladas en las pirámides no evitaron que legiones de ladrones de tumbas y posteriores hordas de egiptólogos -que desconocían el significado de aquellos pictogramas- las profanaran.
Además, los idiomas cambian de manera impredecible. Solo unos pocos de los estudiosos de hoy pueden entender el poema Beowulf original. Y ese texto tiene solo mil años.
Carl Sagan propuso un cráneo y dos tibias cruzadas, pero dentro diez siglos su significado podría haberse perdido.


(Haga Clic sobre la imagen para ampliarla)
No era la primera vez que se pensaba en estos temas. En 1981, el lingüista estadounidense Thomas Sebeok ya había denominado a estas reflexiones "semiótica nuclear". Y el escritor polaco de ciencia ficción Stanislaw Lem había propuesto la creación de satélites artificiales que transmitieran advertencias a la Tierra.
En este caso, hubo acaloradas discusiones. Un investigador sugirió dejar el sitio sin marcar pues sostenía que la curiosidad humana es una fuerza demasiado poderosa para contenerla.
Finalmente, el comité se decidió por un tipo de sistema de advertencia visual. En el 2033, cuando se cierre la cueva, se construirá un monumento similar a Stonehenge: un "paisaje de espinas" compuestos por 48 picos de piedra gigantes junto con mensajes en inglés, español, ruso, francés, chino, árabe y navajo -y espacios para futuros idiomas- que dirán: "Peligro: desechos radiactivos y venenosos enterrados aquí. No desenterrar". Lo acompañarán dos pictogramas que representan rostros humanos doloridos. Uno de ellos similar a la figura central de la obra El grito de Edvard Munch.
Para entonces, quizás, la humanidad será una memoria distante. O, como indicó el físico Gregory Benford, los que queden venerarán el lugar como un sitio religioso. O peor: como una atracción turística.