miércoles, 18 de marzo de 2020

The Last Bookstore


Nos cuenta el periodista de modas y viajes Mark Bloofeld de la revista GQ:

Las playas de Malibú y Venice Beach, la típica excursión a Universal Studios, un paseo por Rodeo Drive con almuerzo obligado en The Cheesecake Factory o una noche de tragos en los barcitos emblemáticos de West Hollywood son parte de la típica propuesta de cualquier turista que visita Los Ángeles. Pero, ¿hay algo más aparte del sol, la playa, las palmeras y el estilo relajado de la west coast estadounidense? La última vez que visité Los Ángeles, hace menos de un año, unos amigos locales me dijeron: “Te vamos a llevar a la mejor librería del mundo”. En principio no acredité que la tierra prometida del bronceado, el fitness y la comida orgánica pudiera albergar una propuesta tan poco atlética como la lectura. Me equivoqué, pues al ingresar en The Last Bookstore me sentí más en alguna ciudad medieval de Europa que en la capital de los autos convertibles.




Allí donde antiguamente funcionaba un banco, en un edificio histórico con columnas de mármol y puertas inmensas, se erige una librería que se desempeña como polo cultural y punto de encuentro para la comunidad intelectual del downtown de LA, convirtiéndose también en un sitio turístico obligado para bibliófilos y gente equis que simplemente quiera tomar una foto para su Instagram posando entre los laberintos de libros que invaden el primer piso.




Una reseña en la revista Time Out bastó para que algunos “influencers” fueran a sacarse fotos en el icónico túnel de libros que parece escenográfico pero contiene títulos reales –luego de eso, la comunidad local comenzó a protestar porque el lugar parece más un sitio turístico que el tradicional punto de encuentro entre lectores y escritores–. El artículo en cuestión decía así: “Es actualmente la librería independiente más grande de California. Allí se pueden comprar, vender o intercambiar libros nuevos y usados, elegir un disco o tomar una taza de café. También es posible asistir a su ciclo de eventos, que incluye lecturas, firma de libros, grupos de escritores, noches de música abierta y conciertos. Es un gran hotspot para la comunidad, agrupando gente con intereses literarios similares para crear, inspirarse y compartir experiencias en un ambiente abierto que siempre nos da la bienvenida”.




Esto es real. Cuando visité la librería me encontré con una tertulia o presentación de algo en la planta baja, llena de hipsters que escuchaban atentos a una joven de estilo boho chic entonando suaves melodías acompañada de su guitarra. Cuando terminó de cantar, otra chica (que más tarde supe que era una escritora bastante respetada en el ambiente local) se puso a hablar de su libro y después abrió la presentación a las típicas preguntas del público. Todos terminaron charlando y tomando vino en la cafetería del lugar, que durante el día sirve lattes que pueden llevarse en la mano (no está prohibido pasearse por ahí con un café, como en varias cadenas de librerías) mientras buscamos libros usados de un dólar en el primer piso y revolvemos vinilos de colección en la planta baja del enorme edificio.





Terminé comprando el libro The Happiness Effect (El efecto felicidad), de Donna Freitas, por la módica suma de cinco dólares, y luego en la sección “para escritores” encontré todo tipo de títulos sobre gramática, estilo literario y el curioso How to Write a Novel (Cómo escribir una novela), de la serie Guía para Idiotas. Todo por menos de tres o cuatro dólares. Luego de pagar mis libros hice lo que había que hacer: subí al entrepiso, posé en la inmensa pared de libros con un agujero redondo para meter la cara, me saqué la foto, la subí a Instagram con la leyenda “Amor por los libros” y obtuve la considerable suma de 600 y pico de likes.
Nada mal para un micro-influencer, ¿verdad?




Dirección: 453 South Spring St, Los Ángeles, 90013

Web: lastbookstorela.com

viernes, 13 de marzo de 2020

Arcas para el Diluvio que Viene


Las imágenes son desconcertantemente anaranjadas. No precisan epígrafes ni subtítulos. Lucen como un episodio más de una distopía que se desenvuelve en tiempo real, aunque no se trata de un pasaje de la novela La carretera de Cormac McCarthy ni de la última encarnación de Blade Runner. Con el resplandor fantasmal propio de la catástrofe, las fotografías y videos de los incendios forestales en Australia han vuelto más palpable la pesadilla apocalíptica que nos atormenta al parecer día a día. Ahora no solo se la ve, se la huele: el humo de un continente en llamas recorrió en pocas horas más de 12.000 kilómetros hasta llegar a América del Sur.
A los más de mil millones de animales muertos y hábitats enteros arrasados se les suma el caos creciente provocado por el brote de coronavirus que inquieta al planeta, más incendios en California y el Amazonas, glaciares que se derriten, tifones y huracanes de categoría 5, inundaciones y sequías épicas por igual.



"Tendemos a pensar en la crisis climática como un desastre que se avecina pero ya vivimos en una época de extinciones masivas causadas por el calentamiento global", señala el filósofo inglés Timothy Morton. "De cierta manera, el fin del mundo como lo conocíamos ya ocurrió. Y la catarata de noticias solo nos hace sentir desconcertados e impotentes".
Incluso escritores de ciencia ficción como Kim Stanley Robinson, celebrado entre los activistas climáticos por imaginar utopías verdes, están perdidos ante este escenario frente al cual hay dos opciones: caer en un pozo de desesperanza atroz y admitir que no podemos evitar el apocalipsis climático -como sugirió no sin polémicas el escritor Jonathan Franzen recientemente en The New Yorker- o actuar.
En Noruega -así como en Gran Bretaña, Colombia, la Argentina, Perú y miles de otros rincones del mundo-, un grupo de investigadores se decidió por lo segundo. En una lucha contra reloj, tendieron alrededor del planeta una red de seguridad, "arcas" o instalaciones cargadas de promesas que en un tiempo no muy lejano no solo alimentarán a nuestros hijos en caso de que ocurra lo peor. También a los hijos de nuestros hijos.
En los bancos de semillas habita al unísono el pasado, el presente y el futuro de la especie humana. El más famoso se encuentra en los confines del mundo conocido: bien al norte de Noruega. A menos de mil kilómetros del Polo Norte, en un archipiélago cruel para la vida y con una mayor población de osos polares que de seres humanos, asoma de la ladera de una montaña congelada un estrecho portal triangular hecho de concreto y acero.
Su curiosa silueta despierta entre los habitantes del pueblito minero cercano de Longyearbyen las más ridículas sospechas. Algunos repiten que se trata de una base secreta de la OTAN que hospeda un proyecto eugenésico global. Otros, que es un silo con ojivas nucleares.
Ni lo uno ni lo otro: la Bóveda de Semillas de Svalbard es el freezer más importante del mundo, un almacén diseñado para durar diez mil años y preservar las fuentes futuras de alimentación humana de guerras y desastres ambientales.
"Es la última línea de defensa contra la extinción de nuestra diversidad agrícola", dice el agricultor estadounidense Cary Fowler, cerebro detrás de este proyecto gerenciado por la organización Crop Trust. "Las personas son conscientes de la extinción de los dinosaurios, pero no saben que actualmente estamos experimentando una extinción masiva de nuestra diversidad de cultivos".

Riquezas congeladas

El 14 de noviembre de 1984, a un equipo de científicos noruegos y suecos liderados por el biólogo Åsmund Asdal se le ocurrió realizar un ambicioso experimento: recogieron una pequeña colección de semillas y la depositaron en una mina de carbón abandonada en la montaña Platåberget, cerca del aeropuerto local, a -3,5º C, con el objetivo de controlar la longevidad de este material biológico en tales condiciones y estudiar la supervivencia de los patógenos.



Un año después volvieron y confirmaron que ninguna había germinado. Los investigadores del consorcio NordGen le propusieron entonces a la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) financiar un "criobanco" mundial. La ONU no vio necesidad alguna de hacerlo y rechazó la idea.
El panorama cambió en 2005, cuando el huracán Katrina devastó Nueva Orleans. Fowler se percató de los potenciales peligros que enfrentaban las colecciones nacionales. Entonces, movió cielo y tierra para instalar una catedral botánica internacional, una póliza de seguro contra el armagedón agrícola en un lugar estratégico, inmune a la destrucción. El sitio elegido es ideal: catalogada en 1925 territorio neutral en caso de conflicto bélico, la isla de Spitsbergen no tiene mucha actividad sísmica. Incluso si se derritiera el hielo ártico, el inmenso almacén subterráneo no se vería afectado pues fue construido a 150 metros sobre el nivel del mar.
El 26 de febrero de 2008 se abrieron las puertas de lo que varios medios apodaron la "bóveda del fin del mundo", el "Fort Knox de semillas" o el "Arca de Noé de las plantas". Kenia, Nigeria y Pakistán fueron las primeras naciones en hacer sus depósitos. Tres meses después los almacenes ya contaban con 270.000 muestras enviadas por más de cien países. En la actualidad, hay 992.039 variedades de cultivos diferentes: toda clase de arroz, trigo, cebada, sorgo, berenjena, papa, soja, banana, entre otras, con 500 semillas por muestra en sobres grises de polietileno y aluminio envasados al vacío.
El contribuyente más prolífico es India -90 millones de semillas depositadas-, seguido por México. Lo único que no se permiten son los cultivos modificados genéticamente y los considerados ilegales, como cannabis.
"Esta es la mayor colección de biodiversidad agrícola del mundo", asegura Åsmund Asdal, coordinador de la bóveda. "Están representados trece mil años de historia agrícola".


Guardianes de biodiversidad

No parece un búnker posapocalíptico. Lo es. Literalmente. La bóveda de semillas de Svalbard se asemeja a un iceberg: solo se ve la punta, su entrada. El resto está 120 metros adentro, en el corazón de la montaña. Un túnel de hormigón conduce a tres cámaras. No es una instalación con laboratorios ni una atracción turística. No cuenta con personal permanente, aunque se la monitorea noche y día. Recién luego de atravesar cinco puertas se llega a la única bóveda en uso. Ahí hay casi tres mil cajas, cada una con oro biológico: los paquetes de semillas, a -18º C. Aunque fallaran los generadores, la capa de permafrost que recubre la montaña garantiza una temperatura óptima para la crioconservación.
"Es como una pequeña Naciones Unidas", dice Bente Naeverdal, supervisora de operaciones de este almacén. Las cajas con semillas provenientes de Corea del Norte son vecinas de las de Estados Unidos.
En verdad, la bóveda de semillas de Svalbard no es el único búnker de este tipo en el mundo. Hay alrededor de 1750 bancos de genes, aunque en zonas más vulnerables a tifones o guerras. Todos ellos son guardianes de la biodiversidad: Gran Bretaña estableció el Banco de Semillas del Milenio en Sussex en 2000. Actualmente contiene diez millones de semillas, entre ellas las de plantas y árboles acosados por plagas y enfermedades. Allí se secan y luego se congelan a -20° C.



En un período de clima extremo, de población mundial en aumento y en el que los recursos como el agua y la tierra se vuelven más escasos, estas iniciativas son más importantes que nunca. La FAO estima que el 75% de la diversidad genética vegetal se perdió solo en el siglo pasado.
"Preservamos la diversidad que se ha acumulado a través de miles de años de evolución y domesticación", indica la bióloga Ana Panta, del Centro Internacional de la Papa en Lima, uno de los institutos que más ha depositado en la Bóveda de Svalbard. "Las papas se cultivaron por primera vez hace más de ocho mil años y, en el camino, esas variedades antiguas acumularon genes valiosos, como la resistencia a las enfermedades".
Cerca del municipio de Palmira, en Colombia, se conservan para la posteridad 67 mil variedades de frijol (o poroto), yuca y forrajes tropicales en un búnker congelado de la Alianza de Bioversity International y el Centro Internacional de Agricultura Tropical. "Estas pequeñas semillas representan el futuro de la humanidad", asegura el ingeniero agrónomo Luis Guillermo Santos. "Dentro de varias décadas, constituirán el plato de comida de alguien".


Bellas durmientes

Uno de los primeros en pensar en la necesidad de contar con backups o respaldos de la naturaleza fue el botánico ruso Nikolái Vavilov, que pretendía acabar con el hambre del mundo, pero paradójicamente en 1943 terminó muriendo de inanición en un gulag. Había sido condenado por defender la genética, considerada por entonces en la Unión Soviética una "pseudociencia burguesa".
Cada banco de genes es descendiente directo de sus ideas. En la Argentina, las primeras colecciones de trigo, maíz y maní comenzaron a formarse en 1930. Les siguieron las de sorgo, girasol y algodón en 1948. Fue recién en 1994 cuando se consolidó la Red de Bancos de Germoplasma del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). "Es nuestro seguro frente a catástrofes climáticas", cuenta la bióloga Silvina Lewis, directora del Instituto de Recursos Biológicos del INTA. "Además, contribuye al mantenimiento y aumento de la diversidad: sin variabilidad será muy difícil hacer frente no solo a emergencias climáticas, sino también a nuevas enfermedades que van surgiendo. Nuestra red almacena 35.990 entradas de material vegetal, el 93% de los recursos genéticos del país".
Con epicentro en Castelar, esta red está integrada actualmente por nueve bancos activos: en Salta, por ejemplo, se conservan porotos y quinoa; en San Pedro, durazno; en Concordia (Entre Ríos), cítricos; en Junín, olivo, ciruela, damasco; en Mendoza, vid; en Manfredi (Córdoba), maní, girasol, sorgo; en Alto Valle (Río Negro), peras y manzanas; yerba mate y té en Cerro Azul en Misiones.
En las cámaras de frío, se pueden conservar por décadas o cientos de años. Como dice la bióloga Gabriela Auge, "las semillas son como bellas durmientes, películas en pausa. Pero poseen toda la maquinaria necesaria para que, cuando empiezan a tomar agua, se activen, despierten, germinen. Una semilla es pura potencia".

Algunos países, como China, aún no han donado muestras de sus sistemas agrícolas a la Bóveda de Svalbard. Otro que no ha hecho ningún depósito es la Argentina. "Creemos que sería interesante enviar semillas de cultivos propios y especies nativas de la Argentina -dice Lewis-, pero previamente deberíamos consultarlo con las provincias que son las propietarias de los recursos. Debería ser una decisión a nivel país".
En una época marcada por la incertidumbre, las tensiones geopolíticas y una sociedad global al parecer acostumbrada a saltar de un apocalipsis al siguiente, la gran arca internacional en Noruega aporta tranquilidad. Por ejemplo, en 2015, cuando el banco genético en Alepo fue arrasado por la guerra civil, los investigadores y agricultores sirios solicitaron la extracción de las 30 mil muestras que anteriormente habían enviado para reconstruir las colecciones de trigo, cebada, lentejas y garbanzos del país.



Lugares como Svalbard nos ayudan a pensar en una escala de tiempo mucho más extensa y profunda, en la que nuestra generación ya no ocupa el centro. Como las cápsulas enterradas que acumulan años, los discos dorados que viajan por las estrellas y los archivos que resguardan lo que somos y hemos sido, estas catedrales biológicas donde el tiempo se arrastra nos devuelven el futuro que habíamos perdido.

Una biblioteca en las estrellas

No se necesitaron palabras. Los rostros de los ingenieros del centro de control en Yehud, en Israel, informaban segundo a segundo el estado de la pequeña nave Beresheet. Primero exhibían excitación y alegría, emociones que podían leerse en las amplias sonrisas de los operadores: Israel estaba por llegar a la Luna. Como ya lo habían hecho Estados Unidos, Rusia y China, pero con una diferencia: en este caso se trataba de la primera misión financiada con fondos privados.
El entusiasmo, sin embargo, no duró demasiado. De un momento a otro, fue reemplazado por señales de preocupación, hombros encogidos, miradas perdidas. "Bueno, no lo logramos, pero definitivamente lo intentamos", dijo Morris Kahn, presidente de la organización SpaceIL.
Fue en abril del año pasado. Poco antes de posarse en la superficie, la sonda de 585 kg se estrelló en el hemisferio norte lunar. Los días pasaron y de la tragedia -tesoro para futuros arqueólogos espaciales- emergió una buena noticia. Lo único que no se había destruido por completo había sido su carga: miles de tardígrados -aquellos micro-organismos conocidos como "osos de agua" que sobreviven prácticamente en cualquier ambiente- y la biblioteca que transportaba.
Desarrollada por la Arch Mission Foundation, la llamada Arch Lunar Library fue diseñada para preservar los registros de nuestra civilización durante miles de millones de años. Sus creadores estiman que los 25 discos de níquel -cada uno de solo 40 micras, hechos con una nueva tecnología de almacenamiento llamada "Nanofiche"- que fueron depositados en la sonda israelí están intactos.
Allí, entre los escombros, se conservan 200 GB de valiosa información: 30 millones de páginas sobre los más diversos logros culturales humanos, así como el contenido completo de la Wikipedia, el Proyecto Gutenberg -un archivo de libros sin derechos de autor-, el Internet Archive y el PANLEX Project, una base que incluye cada palabra de cada idioma.
Esta Biblioteca Lunar es parte de un proyecto aún más audaz de esta ONG, el llamado The Billion Year Archive (Archivo de mil millones de años) que busca inundar el sistema solar con cápsulas del tiempo que preserven el conocimiento humano por la eternidad.
En 2018, esta organización incluyó una copia digitalizada de la Saga de la Fundación de Isaac Asimov a bordo del Tesla Orbiter -un automóvil lanzado al espacio por SpaceX-, así como una copia de la versión inglesa de la Wikipedia en un nanosatélite en órbita terrestre baja.
"Uno de los principales desafíos evolutivos que enfrentamos es la amnesia sobre nuestros errores pasados", dice Nova Spivack, cofundador de Arch Mission Foundation que planea desparramar más discos en las próximas misiones a Marte. "Para la supervivencia de nuestra especie debemos asegurarnos de que el conocimiento humano perdure".
La idea de realizar un compendio de la totalidad del saber humano para un futuro posthumano es antigua pero prendió en la imaginación de ingenieros y astrofísicos en 1942 cuando en una ambiciosa saga de 1.450.000 palabras al escritor Isaac Asimov se le ocurrió la historia de un grupo de científicos llamados "la Fundación" que en un futuro distante inician el proyecto de una Enciclopedia Galáctica para proteger el conocimiento humano ante una posible catástrofe en la Vía Láctea.
Con la amenaza del holocausto nuclear, los proyectos se acumularon. Primero fueron las placas en naves espaciales que suscitaron controversias por la predominancia de representaciones de personas blancas o cuando la NASA decidió eliminar ilustraciones del órgano sexual femenino. Aceleradas por la crisis climática, ahora las iniciativas se reproducen casi año tras año: desde almacenar el conocimiento acumulado en una de las minas de sal más antiguas del mundo en las montañas de Salzkammergut de Austria -la cápsula "Memory of Mankind"- al Arctic World Archive -desde 2017 ubicado en la misma mina que alberga a la Bóveda Global de Semillas de Svalbard- y los proyectos de largo aliento de la Fundación Long Now.



Todas aspiran lograr la misma hazaña: burlarse de aquella fuerza arrasadora y cruel que nos acosa y persigue a todos, el olvido.

Diez mil años de soledad

En las profundidades del desierto de Nuevo México, Estados Unidos, hay una instalación destinada a sobrevivir a la humanidad.
A casi 8 kilómetros bajo tierra, cerca de la localidad de Carlsbad, desde 1974 se acumulan en silencio grandes contenedores. Se trata de uno de los legados de los que menos debería enorgullecerse nuestra civilización: desechos radiactivos y restos del arsenal bélico que calentó la Guerra Fría.
"Cada arma nuclear hecha, cada vatio de electricidad producido por una planta de energía nuclear deja un rastro de desechos que durarán por las siguientes cuatrocientas generaciones", indica Peter Galison, historiador de la ciencia de la Universidad de Harvard y uno de los responsables del documental Containment (2015) que explora el impacto de la Planta Piloto de Aislamiento de Desechos o WIPP.
El plutonio, por ejemplo, tiene una vida media de 24000 años. Esta tumba tóxica verá caer gobiernos y corporaciones. Quizás incluso a nuestra propia especie.
Comparte con las bóvedas de semillas, con las transmisiones de radio enviadas a las estrellas y con las placas y discos que acompañan a las naves espaciales en su camino por el cosmos las misma escalas abismales que resisten a la imaginación: su reino es el del tiempo profundo. O lo que los historiadores franceses de la Escuela de los Annales denominan longue durée, largo plazo: el verdadero ritmo de la Tierra, el de los cambios profundos y casi imperceptibles que se extienden durante vastos períodos de tiempo.
"El tiempo profundo se mide en unidades que humillan el instante humano: épocas y eones, en lugar de minutos y años", señala el británico Robert Macfarlane, autor de Underland: un viaje en el tiempo profundo. "Pensar en el tiempo profundo nos lleva a considerar qué estamos dejando atrás para las épocas y seres que nos seguirán. Somos responsables de lo que hacemos aquí y ahora".
La extensa vida útil de esta basura radiactiva sepultada plantea así un interrogante: ¿Cómo comunicar su peligro al futuro distante, a los habitantes -si es que aún queda alguno- del año 12000?
En 1989, el Departamento de Energía de Estados Unidos convocó a un panel de sociólogos, antropólogos, arqueólogos, físicos, astrónomos, lingüistas y hasta escritores de ciencia ficción para que trazaran escenarios posibles. Su misión era la de diseñar un sistema de advertencia efectivo, entendible incluso dentro de 400 generaciones.
Los grandes carteles de "No pasar" quedaron de inmediato descartados. Solo basta con recordar lo que ocurrió en Egipto: las maldiciones y advertencias talladas en las pirámides no evitaron que legiones de ladrones de tumbas y posteriores hordas de egiptólogos -que desconocían el significado de aquellos pictogramas- las profanaran.
Además, los idiomas cambian de manera impredecible. Solo unos pocos de los estudiosos de hoy pueden entender el poema Beowulf original. Y ese texto tiene solo mil años.
Carl Sagan propuso un cráneo y dos tibias cruzadas, pero dentro diez siglos su significado podría haberse perdido.


(Haga Clic sobre la imagen para ampliarla)
No era la primera vez que se pensaba en estos temas. En 1981, el lingüista estadounidense Thomas Sebeok ya había denominado a estas reflexiones "semiótica nuclear". Y el escritor polaco de ciencia ficción Stanislaw Lem había propuesto la creación de satélites artificiales que transmitieran advertencias a la Tierra.
En este caso, hubo acaloradas discusiones. Un investigador sugirió dejar el sitio sin marcar pues sostenía que la curiosidad humana es una fuerza demasiado poderosa para contenerla.
Finalmente, el comité se decidió por un tipo de sistema de advertencia visual. En el 2033, cuando se cierre la cueva, se construirá un monumento similar a Stonehenge: un "paisaje de espinas" compuestos por 48 picos de piedra gigantes junto con mensajes en inglés, español, ruso, francés, chino, árabe y navajo -y espacios para futuros idiomas- que dirán: "Peligro: desechos radiactivos y venenosos enterrados aquí. No desenterrar". Lo acompañarán dos pictogramas que representan rostros humanos doloridos. Uno de ellos similar a la figura central de la obra El grito de Edvard Munch.
Para entonces, quizás, la humanidad será una memoria distante. O, como indicó el físico Gregory Benford, los que queden venerarán el lugar como un sitio religioso. O peor: como una atracción turística.