Las imágenes son desconcertantemente
anaranjadas. No precisan epígrafes ni subtítulos. Lucen como un episodio más de
una distopía que se desenvuelve en tiempo real, aunque no se trata de un pasaje
de la novela La carretera de Cormac McCarthy ni de la última
encarnación de Blade Runner. Con el resplandor fantasmal propio de la
catástrofe, las fotografías y videos de los incendios forestales en Australia
han vuelto más palpable la pesadilla apocalíptica que nos atormenta al parecer
día a día. Ahora no solo se la ve, se la huele: el humo de un continente en
llamas recorrió en pocas horas más de 12.000 kilómetros hasta llegar a América
del Sur.
A los más de
mil millones de animales muertos y hábitats enteros arrasados se les suma el
caos creciente provocado por el brote de coronavirus que inquieta al planeta,
más incendios en California y el Amazonas, glaciares que se derriten, tifones y
huracanes de categoría 5, inundaciones y sequías épicas por igual.
"Tendemos a pensar en la crisis climática como un
desastre que se avecina pero ya vivimos en una época de extinciones masivas
causadas por el calentamiento global", señala el filósofo inglés Timothy
Morton. "De cierta manera, el fin del mundo como lo conocíamos ya ocurrió.
Y la catarata de noticias solo nos hace sentir desconcertados e
impotentes".
Incluso escritores de ciencia ficción como Kim Stanley Robinson,
celebrado entre los activistas climáticos por imaginar utopías verdes, están
perdidos ante este escenario frente al cual hay dos opciones: caer en un pozo
de desesperanza atroz y admitir que no podemos evitar el apocalipsis climático -como
sugirió no sin polémicas el escritor Jonathan Franzen recientemente en The New Yorker- o actuar.
En Noruega
-así como en Gran Bretaña, Colombia, la Argentina, Perú y miles de otros
rincones del mundo-, un grupo de investigadores se decidió por lo segundo. En
una lucha contra reloj, tendieron alrededor del planeta una red de seguridad,
"arcas" o instalaciones cargadas de promesas que en un tiempo no muy
lejano no solo alimentarán a nuestros hijos en caso de que ocurra lo peor.
También a los hijos de nuestros hijos.
En los bancos de semillas habita al unísono el pasado,
el presente y el futuro de la especie humana. El más famoso se encuentra en los
confines del mundo conocido: bien al norte de Noruega. A menos de mil
kilómetros del Polo Norte, en un archipiélago cruel para la vida y con una
mayor población de osos polares que de seres humanos, asoma de la ladera de una
montaña congelada un estrecho portal triangular hecho de concreto y acero.
Su curiosa
silueta despierta entre los habitantes del pueblito minero cercano de
Longyearbyen las más ridículas sospechas. Algunos repiten que se trata de una
base secreta de la OTAN que hospeda un proyecto eugenésico global. Otros, que
es un silo con ojivas nucleares.
Ni lo uno ni lo otro: la Bóveda de Semillas de Svalbard es el
freezer más importante del mundo, un almacén diseñado para durar diez mil años
y preservar las fuentes futuras de alimentación humana de guerras y desastres
ambientales.
"Es la última línea de defensa contra la extinción de nuestra
diversidad agrícola", dice el agricultor estadounidense Cary Fowler, cerebro
detrás de este proyecto gerenciado por la organización Crop Trust. "Las
personas son conscientes de la extinción de los dinosaurios, pero no saben que
actualmente estamos experimentando una extinción masiva de nuestra diversidad
de cultivos".
Riquezas
congeladas
El 14 de
noviembre de 1984, a un equipo de científicos noruegos y suecos liderados por
el biólogo Åsmund Asdal se le ocurrió realizar un ambicioso experimento:
recogieron una pequeña colección de semillas y la depositaron en una mina de
carbón abandonada en la montaña Platåberget, cerca del aeropuerto local, a
-3,5º C, con el objetivo de controlar la longevidad de este material biológico
en tales condiciones y estudiar la supervivencia de los patógenos.
Un año después volvieron y confirmaron que ninguna había
germinado. Los investigadores del consorcio NordGen le propusieron entonces a
la Organización de las Naciones Unidas para
la Agricultura y la Alimentación (FAO) financiar un "criobanco"
mundial. La ONU no vio necesidad alguna de hacerlo y rechazó la idea.
El panorama cambió en 2005, cuando el huracán Katrina devastó
Nueva Orleans. Fowler se percató de los potenciales peligros que enfrentaban
las colecciones nacionales. Entonces, movió cielo y tierra para instalar una
catedral botánica internacional, una póliza de seguro contra el armagedón
agrícola en un lugar estratégico, inmune a la destrucción. El
sitio elegido es ideal: catalogada en 1925 territorio neutral en caso de
conflicto bélico, la isla de Spitsbergen no tiene mucha actividad sísmica.
Incluso si se derritiera el hielo ártico, el inmenso almacén subterráneo no se
vería afectado pues fue construido a 150 metros sobre el nivel del mar.
El 26 de febrero de 2008 se abrieron las puertas de lo que varios
medios apodaron la "bóveda del fin del mundo", el "Fort Knox de
semillas" o el "Arca de Noé de las plantas". Kenia,
Nigeria y Pakistán fueron las primeras naciones en hacer sus depósitos. Tres
meses después los almacenes ya contaban con 270.000 muestras enviadas por más
de cien países. En la actualidad, hay 992.039 variedades de cultivos
diferentes: toda clase de arroz, trigo, cebada, sorgo, berenjena, papa, soja,
banana, entre otras, con 500 semillas por muestra en sobres grises de
polietileno y aluminio envasados al vacío.
El
contribuyente más prolífico es India -90 millones de semillas depositadas-,
seguido por México. Lo único que no se permiten son los cultivos modificados
genéticamente y los considerados ilegales, como cannabis.
"Esta es la mayor colección de
biodiversidad agrícola del mundo", asegura Åsmund Asdal,
coordinador de la bóveda. "Están representados trece mil años de historia
agrícola".
Guardianes
de biodiversidad
No parece un búnker posapocalíptico. Lo es.
Literalmente. La bóveda de semillas de Svalbard se asemeja a un iceberg: solo
se ve la punta, su entrada. El resto está 120 metros adentro, en el corazón de
la montaña. Un túnel de hormigón conduce a tres cámaras. No es una instalación
con laboratorios ni una atracción turística. No cuenta con personal permanente,
aunque se la monitorea noche y día. Recién luego de atravesar cinco puertas se
llega a la única bóveda en uso. Ahí hay casi tres mil cajas, cada una con oro
biológico: los paquetes de semillas, a -18º C. Aunque fallaran los generadores,
la capa de permafrost que recubre la montaña garantiza una temperatura óptima
para la crioconservación.
"Es
como una pequeña Naciones Unidas", dice Bente Naeverdal, supervisora de
operaciones de este almacén. Las cajas con semillas provenientes de Corea del
Norte son vecinas de las de Estados Unidos.
En verdad,
la bóveda de semillas de Svalbard no es el único búnker de este tipo en el
mundo. Hay alrededor de 1750 bancos de genes, aunque en zonas más vulnerables a
tifones o guerras. Todos ellos son guardianes de la biodiversidad: Gran Bretaña
estableció el Banco de Semillas del Milenio en Sussex en 2000. Actualmente
contiene diez millones de semillas, entre ellas las de plantas y árboles
acosados por plagas y enfermedades. Allí se secan y luego se congelan a -20° C.
En un período de clima extremo, de
población mundial en aumento y en el que los recursos como el agua y la tierra
se vuelven más escasos, estas iniciativas son más importantes que nunca.
La FAO estima que el 75% de la diversidad genética vegetal se
perdió solo en el siglo pasado.
"Preservamos
la diversidad que se ha acumulado a través de miles de años de evolución y
domesticación", indica la bióloga Ana Panta, del Centro Internacional de
la Papa en Lima, uno de los institutos que más ha depositado en la Bóveda de
Svalbard. "Las papas se cultivaron por primera vez hace más de ocho mil
años y, en el camino, esas variedades antiguas acumularon genes valiosos, como
la resistencia a las enfermedades".
Cerca del municipio de Palmira, en Colombia, se conservan para la
posteridad 67 mil variedades de frijol (o poroto), yuca y forrajes tropicales
en un búnker congelado de la Alianza de Bioversity
International y el Centro Internacional de Agricultura Tropical. "Estas
pequeñas semillas representan el futuro de la humanidad", asegura el
ingeniero agrónomo Luis Guillermo Santos. "Dentro de varias décadas,
constituirán el plato de comida de alguien".
Bellas
durmientes
Uno de los
primeros en pensar en la necesidad de contar con backups o respaldos de la
naturaleza fue el botánico ruso Nikolái Vavilov, que pretendía acabar con el
hambre del mundo, pero paradójicamente en 1943 terminó muriendo de inanición en
un gulag. Había sido condenado por defender la genética, considerada por
entonces en la Unión Soviética una "pseudociencia burguesa".
Cada banco de genes es descendiente directo de sus
ideas. En la Argentina, las primeras colecciones de trigo, maíz y maní
comenzaron a formarse en 1930. Les siguieron las de sorgo, girasol y algodón en
1948. Fue recién en 1994 cuando se consolidó la Red de Bancos de Germoplasma
del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). "Es
nuestro seguro frente a catástrofes climáticas", cuenta la bióloga Silvina
Lewis, directora del Instituto de Recursos Biológicos del INTA. "Además,
contribuye al mantenimiento y aumento de la diversidad: sin variabilidad será
muy difícil hacer frente no solo a emergencias climáticas, sino también a
nuevas enfermedades que van surgiendo. Nuestra red almacena 35.990 entradas de
material vegetal, el 93% de los recursos genéticos del país".
Con
epicentro en Castelar, esta red está integrada actualmente por nueve bancos
activos: en Salta, por ejemplo, se conservan porotos y quinoa; en San Pedro,
durazno; en Concordia (Entre Ríos), cítricos; en Junín, olivo, ciruela,
damasco; en Mendoza, vid; en Manfredi (Córdoba), maní, girasol, sorgo; en Alto
Valle (Río Negro), peras y manzanas; yerba mate y té en Cerro Azul en Misiones.
En las cámaras de frío, se pueden conservar por décadas o cientos
de años. Como dice la bióloga Gabriela Auge, "las semillas son como bellas
durmientes, películas en pausa. Pero poseen toda la maquinaria necesaria para
que, cuando empiezan a tomar agua, se activen, despierten, germinen. Una semilla es pura potencia".
Algunos
países, como China, aún no han donado muestras de sus sistemas agrícolas a la
Bóveda de Svalbard. Otro que no ha hecho ningún depósito es la Argentina.
"Creemos que sería interesante enviar semillas de cultivos propios y
especies nativas de la Argentina -dice Lewis-, pero previamente deberíamos consultarlo
con las provincias que son las propietarias de los recursos. Debería ser una
decisión a nivel país".
En una época
marcada por la incertidumbre, las tensiones geopolíticas y una sociedad global
al parecer acostumbrada a saltar de un apocalipsis al siguiente, la gran arca
internacional en Noruega aporta tranquilidad. Por ejemplo, en 2015, cuando el
banco genético en Alepo fue arrasado por la guerra civil, los investigadores y
agricultores sirios solicitaron la extracción de las 30 mil muestras que
anteriormente habían enviado para reconstruir las colecciones de trigo, cebada,
lentejas y garbanzos del país.
Lugares como
Svalbard nos ayudan a pensar en una escala de tiempo mucho más extensa y
profunda, en la que nuestra generación ya no ocupa el centro. Como las cápsulas
enterradas que acumulan años, los discos dorados que viajan por las estrellas y
los archivos que resguardan lo que somos y hemos sido, estas catedrales
biológicas donde el tiempo se arrastra nos devuelven el futuro que habíamos
perdido.
Una biblioteca en las estrellas
No se
necesitaron palabras. Los rostros de los ingenieros del centro de control en
Yehud, en Israel, informaban segundo a segundo el estado de la pequeña nave
Beresheet. Primero exhibían excitación y alegría, emociones que podían leerse
en las amplias sonrisas de los operadores: Israel estaba por llegar a la Luna.
Como ya lo habían hecho Estados Unidos, Rusia y China, pero con una diferencia:
en este caso se trataba de la primera misión financiada con fondos privados.
El
entusiasmo, sin embargo, no duró demasiado. De un momento a otro, fue
reemplazado por señales de preocupación, hombros encogidos, miradas perdidas.
"Bueno, no lo logramos, pero definitivamente lo intentamos", dijo
Morris Kahn, presidente de la organización SpaceIL.
Fue en abril
del año pasado. Poco antes de posarse en la superficie, la sonda de 585 kg se
estrelló en el hemisferio norte lunar. Los días pasaron y de la tragedia
-tesoro para futuros arqueólogos espaciales- emergió una buena noticia. Lo
único que no se había destruido por completo había sido su carga: miles de
tardígrados -aquellos micro-organismos conocidos como "osos de agua"
que sobreviven prácticamente en cualquier ambiente- y la biblioteca que
transportaba.
Desarrollada por la Arch Mission Foundation, la llamada
Arch Lunar Library fue diseñada para preservar los registros de nuestra
civilización durante miles de millones de años. Sus creadores estiman que los
25 discos de níquel -cada uno de solo 40 micras, hechos con una nueva
tecnología de almacenamiento llamada "Nanofiche"- que fueron
depositados en la sonda israelí están intactos.
Allí, entre
los escombros, se conservan 200 GB de valiosa información: 30 millones de
páginas sobre los más diversos logros culturales humanos, así como el contenido
completo de la Wikipedia, el Proyecto Gutenberg -un archivo de libros sin
derechos de autor-, el Internet Archive y el PANLEX Project, una base que
incluye cada palabra de cada idioma.
Esta Biblioteca Lunar es parte de un proyecto aún más
audaz de esta ONG, el llamado The Billion Year Archive
(Archivo de mil millones de años) que busca inundar el sistema
solar con cápsulas del tiempo que preserven el conocimiento
humano por la eternidad.
En 2018, esta organización incluyó una copia digitalizada de
la Saga de la Fundación de Isaac Asimov a bordo del Tesla
Orbiter -un automóvil lanzado al espacio por SpaceX-, así como una copia de la
versión inglesa de la Wikipedia en un nanosatélite en órbita terrestre baja.
"Uno de
los principales desafíos evolutivos que enfrentamos es la amnesia sobre
nuestros errores pasados", dice Nova Spivack, cofundador de Arch Mission
Foundation que planea desparramar más discos en las próximas misiones a Marte.
"Para la supervivencia de nuestra especie debemos asegurarnos de que el
conocimiento humano perdure".
La idea de realizar un compendio de la totalidad del
saber humano para un futuro posthumano es antigua pero prendió en la
imaginación de ingenieros y astrofísicos en 1942 cuando en una ambiciosa saga
de 1.450.000 palabras al escritor Isaac Asimov se le ocurrió la historia de un
grupo de científicos llamados "la Fundación" que en un futuro
distante inician el proyecto de una Enciclopedia Galáctica para proteger el
conocimiento humano ante una posible catástrofe en la Vía Láctea.
Con la
amenaza del holocausto nuclear, los proyectos se acumularon. Primero fueron las
placas en naves espaciales que suscitaron controversias por la predominancia de
representaciones de personas blancas o cuando la NASA decidió eliminar
ilustraciones del órgano sexual femenino. Aceleradas por la crisis climática,
ahora las iniciativas se reproducen casi año tras año: desde almacenar el
conocimiento acumulado en una de las minas de sal más antiguas del mundo en las
montañas de Salzkammergut de Austria -la cápsula "Memory of Mankind"-
al Arctic World Archive -desde 2017 ubicado en la misma mina que alberga a la
Bóveda Global de Semillas de Svalbard- y los proyectos de largo aliento de la
Fundación Long Now.
Todas
aspiran lograr la misma hazaña: burlarse de aquella fuerza arrasadora y cruel
que nos acosa y persigue a todos, el olvido.
Diez mil años de soledad
En las profundidades del desierto de Nuevo México, Estados Unidos,
hay una instalación destinada a sobrevivir a la humanidad.
A casi 8 kilómetros bajo tierra, cerca de la localidad de
Carlsbad, desde 1974 se acumulan en silencio grandes contenedores. Se trata de
uno de los legados de los que menos debería enorgullecerse nuestra
civilización: desechos radiactivos y restos del arsenal bélico que
calentó la Guerra Fría.
"Cada arma nuclear hecha, cada vatio de electricidad
producido por una planta de energía nuclear deja un rastro de desechos que
durarán por las siguientes cuatrocientas generaciones", indica Peter
Galison, historiador de la ciencia de la Universidad de Harvard y uno de los
responsables del documental Containment (2015)
que explora el impacto de la Planta Piloto de Aislamiento de Desechos o WIPP.
El plutonio,
por ejemplo, tiene una vida media de 24000 años. Esta tumba tóxica verá caer
gobiernos y corporaciones. Quizás incluso a nuestra propia especie.
Comparte con las bóvedas de semillas, con las transmisiones de
radio enviadas a las estrellas y con las placas y discos que acompañan a las
naves espaciales en su camino por el cosmos las misma escalas abismales que
resisten a la imaginación: su reino es el del tiempo profundo. O lo que los
historiadores franceses de la Escuela de los Annales denominan longue durée, largo
plazo: el verdadero ritmo de la Tierra, el de los cambios profundos y casi
imperceptibles que se extienden durante vastos períodos de tiempo.
"El
tiempo profundo se mide en unidades que humillan el instante humano: épocas y
eones, en lugar de minutos y años", señala el británico Robert Macfarlane,
autor de Underland: un viaje en el tiempo profundo. "Pensar en el tiempo
profundo nos lleva a considerar qué estamos dejando atrás para las épocas y
seres que nos seguirán. Somos responsables de lo que hacemos aquí y
ahora".
La extensa vida útil de esta basura radiactiva sepultada plantea
así un interrogante: ¿Cómo comunicar su peligro al futuro distante, a los
habitantes -si es que aún queda alguno- del año 12000?
En 1989, el
Departamento de Energía de Estados Unidos convocó a un panel de sociólogos,
antropólogos, arqueólogos, físicos, astrónomos, lingüistas y hasta escritores
de ciencia ficción para que trazaran escenarios posibles. Su misión era la de
diseñar un sistema de advertencia efectivo, entendible incluso dentro de 400
generaciones.
Los grandes
carteles de "No pasar" quedaron de inmediato descartados. Solo basta
con recordar lo que ocurrió en Egipto: las maldiciones y advertencias talladas
en las pirámides no evitaron que legiones de ladrones de tumbas y posteriores
hordas de egiptólogos -que desconocían el significado de aquellos pictogramas- las
profanaran.
Además, los
idiomas cambian de manera impredecible. Solo unos pocos de los estudiosos de
hoy pueden entender el poema Beowulf original. Y ese texto tiene solo mil años.
Carl Sagan
propuso un cráneo y dos tibias cruzadas, pero dentro diez siglos su significado
podría haberse perdido.
(Haga Clic sobre la imagen para ampliarla)
No era la
primera vez que se pensaba en estos temas. En 1981, el lingüista estadounidense
Thomas Sebeok ya había denominado a estas reflexiones "semiótica
nuclear". Y el escritor polaco de ciencia ficción Stanislaw Lem había
propuesto la creación de satélites artificiales que transmitieran advertencias
a la Tierra.
En este
caso, hubo acaloradas discusiones. Un investigador sugirió dejar el sitio sin
marcar pues sostenía que la curiosidad humana es una fuerza demasiado poderosa
para contenerla.
Finalmente, el comité se decidió por un tipo de sistema de
advertencia visual. En el 2033, cuando se cierre la cueva, se construirá un
monumento similar a Stonehenge: un "paisaje de espinas" compuestos
por 48 picos de piedra gigantes junto con mensajes en inglés, español, ruso,
francés, chino, árabe y navajo -y espacios para futuros idiomas- que dirán:
"Peligro: desechos radiactivos y venenosos enterrados aquí. No
desenterrar". Lo acompañarán dos pictogramas que representan rostros
humanos doloridos. Uno de ellos similar a la figura central de la obra El grito de
Edvard Munch.
Para
entonces, quizás, la humanidad será una memoria distante. O, como indicó el
físico Gregory Benford, los que queden venerarán el lugar como un sitio religioso.
O peor: como una atracción turística.
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