La Web, las redes y los aparatos
inteligentes dividen la época en dos: los apóstoles de la conectividad y los
voceros de sus efectos oscuros
En el
auditorio de uno de los templos tecnológicos más influyentes del mundo, un
puñado de infieles dispara contra los nuevos dioses: la santísima Internet, los
omnipresentes (y omniscientes) celulares, los robots y todo aquello que huela a
tecno. Empujadas por catapultas, las sentencias de estos herejes se estrellan
contra los muros internos del MediaLab del MIT, en Cambridge, Estados Unidos,
donde la tecnología es magia y la innovación, un mandamiento. La audiencia
aplaude, celebra el coraje de decir lo que no se dice, aquello que en silencio
aguarda por detonar debajo de la superficie de los mensajes publicitarios que
nos envuelven con sus imágenes y promesas de felicidad, confort, una vida
hiperconectada, plena y llena de corazoncitos.
Sherry Turkle y Nicholas Carr son los representantes de una
resistencia conformada por psicólogos, periodistas, sociólogos, historiadores y
antropólogos que, en minoría, le hacen frente desde sus libros, charlas y
artículos al gran relato tecnofílico moderno que empuja eternas revoluciones,
el dominio de "lo último" y la falsa creencia de que más tecnología
es la prescripción médica para la solución de todos nuestros problemas.
Cuando la Web nació en 1993 no sólo vino al mundo empujada por
el frenesí de lo nuevo. La acompañó la esperanza de un mundo para armar. En sus
comienzos, el ciberespacio fue visto y vendido por los líderes tecnológicos
como una tierra prometida. Se le describía en términos místicos como el reino
en el que nos liberaríamos de las cadenas de nuestra mente para trascender de
nuestros cuerpos y convertirnos, en palabras del arquitecto Nicholas
Negroponte, en seres digitales, nuevos ángeles hechos de átomos y bits.
Con el cambio de siglo, Silicon Valley vendía más que gadgets y software.
En realidad, en cada objeto que cautivaba nuestro deseo se escondía un virus,
una ideología. La retórica milenarista se aceleró con la llegada de la Web 2.0.
"Estamos entrando en un nuevo mundo -se regodeaba el tecnogurú Kevin Kelly
en la nota de tapa de la revista Wired de agosto de 2005-, impulsado no por la
gracia de Dios sino por «la electricidad de la participación». Será un paraíso
a medida, fabricado por los usuarios".
Como recuerda Carr, autor de libros como Superficiales, Atrapados y el más reciente Utopia Is Creepy, la panacea
era la virtualidad, la reinvención y redención de la sociedad en código. Pero a
medida que la Web maduró, estos sueños estallaron en mil pedazos. La Red
terminó siendo más un shopping, un basurero de comentarios cargados de odio y
un anfiteatro del yo que una comuna de iguales. En lugar de instaurar un mundo
abierto e igualitario, promueve una cultura de la intolerancia. "Internet,
prometían los tecnoevangelistas y millonarios de Silicon Valley, era la
respuesta -señala el inglés Andrew Keen, autor de Digital Vertigo-. Pero a medida
que conecta a todos y todo en el planeta queda en evidencia que se basa en una
mentira. Nos dicen que es social, que crea comunidades. Pero en verdad hace lo
contrario: nos aliena, separa a personas de diferentes opiniones y culturas.
Las redes sociales son en realidad plataformas del yo: la más clara
manifestación de esto es nuestra obsesión con las selfies, la forma cultural de
Internet. En nuestras mentes, somos el centro del universo. Todo gira a nuestro
alrededor".
En su libro The
Internet Is Not the Answer, este emprendedor va más allá: "En vez de
impulsar un Renacimiento, creó una cultura del voyeurismo y narcisismo. En
lugar de hacernos felices, está agravando nuestra bronca. En lugar de generar
más puestos de trabajo, la disrupción digital está haciendo colapsar a la
prensa. En lugar de crear una mayor competencia, ha creado monstruos
monopolistas como Google y Amazon. En lugar de crear transparencia, crea un
panóptico de información y vigilancia como Facebook. Internet no es la
respuesta: es en realidad la pregunta central en nuestro mundo conectado del
siglo XXI".
Pulgares rotos
La presión escapa por las grietas del mundo feliz pintado por
los caudillos digitales como Mark Zuckerberg y el Truman Show alentado por el llamado gadget journalism, extensión de
campañas de marketing de empresas como Apple, que venden celulares y chiches
como espejitos de colores. Se plasma también en series como Mr. Robot, Black Mirror y la sueca Real Humans o en A
Moon Shaped Pool, el más reciente álbum de Radiohead.
Habitamos una distopía. Lo sentimos en nuestros pulgares, en
nuestra falta de atención y en la necesidad de ser estimulados constantemente.
¿Esto era el futuro? Poco a poco, nos damos cuenta: las tecnologías nos
transforman por fuera y por dentro.
La comunidad intelectual sintió también este cimbronazo. En los
últimos 20 años, se fracturó en dos: los tecnofílicos por un lado y los
tecnoescépticos por el otro. A través de eslogans pegadizos y con aire de
frases de galletitas chinas de la fortuna, los primeros -Kevin Kelly, Clay
Shirky, Nicholas Negroponte, Ray Kurzweil, Chris Anderson- difunden con una fe
casi religiosa en la tecnología y una desconfianza igualmente ferviente en los
seres humanos una visión utópica, una narrativa triunfalista de la Web que
alienta el consumo desenfrenado y que empuja a miles a hacer colas para
adquirir un teléfono que no necesitaban hasta que alguien les dijo que sí.
En cambio, los segundos, descendientes del sociólogo Lewis
Mumford y Marshall McLuhan, van más allá de las apariencias tecnológicas,
rascan la superficie para ver su verdadera cara. "Las computadoras y demás
tecnologías son más que meras herramientas que operan en el mundo exterior
-dice Nicholas Carr-. Nos modifican por dentro, alteran nuestras percepción del
mundo y lo que el mundo significa para nosotros. Sucedió con el reloj mecánico
que cambió nuestra forma de aprehender el tiempo. O con el mapa que alteró la
forma en que pensamos".
En esta era de conectividad constante, estamos siendo moldeados
por nuestro nuevo ecosistema informativo. Como tecnologías intelectuales, las
computadoras, celulares y demás dispositivos son nuestras herramientas más
íntimas, las que usamos para dar forma a la identidad personal, para cultivar
nuestras relaciones con los demás. Al ofrecer una reducción de nuestra carga de
trabajo, una vida mas cómoda, mayor confort, las tecnologías -automóviles
autónomos, robots, pilotos automáticos en los aviones, el GPS, los mapas
digitales, los buscadores, los algoritmos predictivos- nos vuelven más
perezosos. "¿Y si el costo de tener máquinas que piensan es tener gente
que no?", preguntó el historiador de la tecnología George Dyson.
La atrofia de la empatía
En 1989, el escritor J.G. Ballard dijo en una entrevista que se
pensaba a sí mismo como un "escritor de precaución", alguien
destinado a alarmar sobre los problemas que se avecinaban. Lo mismo se puede
pensar de la ciberpsicóloga Sherry Turkle, la autodenominada oveja negra del
MIT. "Estamos cada vez más conectados y al mismo tiempo más solos -dice la
autora de The Second Self y Alone
Together-. Las relaciones se redujeron a conexiones. Acudimos a nuestros
teléfonos en lugar de a un semejante. Y eso ocurre porque los celulares nos
conceden tres deseos: que siempre nos escucharán, que nunca estaremos solos y
que nunca nos aburriremos. Ya no sabemos lo que estar solos con nuestros
propios pensamientos".
En su último libro, Reclaiming
Conversation, Turkle señala que las computadoras ofrecen la ilusión de
compañía sin la demanda de la amistad o intimidad. "Corroen la empatía.
Nos hemos olvidado lo que es conversar. O mirarnos cara a cara -dice-. La mera
presencia de un celular sobre la mesa altera el contenido de una conversación.
Mi argumento no es antitecnología. Sino comprender los profundos efectos que
tiene sobre nosotros."
Además de instaurar una nueva sensibilidad, las tecnologías
digitales forjan una nueva forma de ser en el mundo. Para el filósofo
surcoreano Byung-Chul Han, las redes sociales han transformado la esencia misma
de la sociedad. Ha nacido una nueva masa: el "enjambre digital",
formado de individuos aislados, incapaces de desarrollar un
"nosotros" capaz de una acción común. El homo digitalis se indigna, teclea, silencia,unfollowea pero no hace. Se expone y solicita la
atención y la validación del otro a través de corazoncitos y likes. Es un performer. "El smartphone hace las veces de un espejo digital
para la nueva edición posinfantil del estadio del espejo -escribe en En el enjambre-. Abre un
estadio narcisista, una esfera de lo imaginario, en la que yo me incluyo. A
través del smartphone no habla el otro."
Libres de las máquinas de la era industrial, volvemos a ser
explotados ahora por los artefactos digitales que transforman todo lugar y
tiempo en trabajo. Ya no podemos escapar. "Se está perdiendo la convicción
de que la tecnología debería servir a las personas. Ahora las personas sirven a
la tecnología -señala Jaron Lanier, autor de No
somos computadoras-. Ha llegado el momento de preguntarse: ¿estamos creando
la utopía digital para las personas o para las máquinas?".
Hay que destruir la Red
"En el futuro, las personas no dedicarán tanto tiempo a
hacer funcionar la tecnología porque no tendrá fisuras. Simplemente, estará
allí. La Web lo será todo y, al mismo tiempo, no será nada. Si lo hacemos bien,
creo que podemos solucionar todos los problemas del mundo". Las palabras
del presidente ejecutivo de Google, Eric Schmidt, expresan lo que el escritor
bielorruso Evgeny Morozov llama el "fetichismo solucionista", es
decir, una convicción mística de que sólo la tecnología nos hará libres y
mejorará todo (desde el crimen a la corrupción, la contaminación, la obesidad y
la manera en que votamos). "¿Acaso necesitamos un robot para preparar un
pavo relleno o asar un cordero?", se pregunta en La locura del solucionismo
tecnológico.
En estos términos, Internet es inalcanzable. Y cuestionarla, una
herejía. Por eso hay que faltarle el respeto. Bajarla del pedestal en el que la
hemos puesto, dejar de verla -como proponen Kevin Kelly y Nicholas Negroponte-
como una fuerza indomable de la naturaleza, un organismo emergente y autónomo,
independiente de los humanos. Recién ahí, cuando la veamos como lo que es -la
primera construcción global de la humanidad, una megamáquina capaz de achicar
el mundo y escabullirse debajo de nuestra piel- podremos arreglarla. Y también,
por un momento, desconectarnos, apagar las pantallas y atrevernos a decir
"ahora no".